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jueves, 8 de febrero de 2018

El pecado de Cluny Brown

Una pila atascada y una conversación que gira alrededor de sentirse fuera de lugar y de cuál es el (supuesto) lugar de cada uno ya condensan en la primera secuencia las cuestiones que alientan este exultante canto vital que es 'El pecado de Cluny Brown' (Cluny Brown, 1946), de Ernst Lubitsch, con guión de Samuel Hoffenstein y Elizabeth Reihardt, que adaptan una novela de Margery Sharp. Como una pila atascada, todos se rigen por lo correcto, sin hacer algo 'malo' en el momento oportuno, por tanto, reprimiéndose o inhibiéndose, o haciendo lo que se supone que hay que hacer según las pautas sociales establecidas (como dirá un personaje más adelante). Lubitsch siempre abogó por los desplazados más que sobre los que se regían por lo 'correcto'. Por aquellos que en un momento dado en vez de tirar 'nueces a las ardillas', o ajustarse a la convención o lo instituido, si se sienten infelices, 'tiran ardillas a las nueces', porque actúan de acuerdo a lo que sienten y quieren. Eso es lo que le aconseja, durante esa conversación, Belinski (Charles Boyer) a Cluny (Jennifer Jones).
Por supuesto, sobre los 'desplazados' siempre pesa o pende el equívoco, y eso es claro desde esta primera secuencia. Belinski es confundido con el fontanero que se supone viene a arreglar la pila atascada, y a Cluny que, momentos después, viene a arreglarla, no se la recibe como una fontanera porque se supone que una mujer no realiza ni debe realizar tales labores. Esa conducta 'fuera de papel', o 'presuntamente masculina', determinará más tarde que el envarado farmacéutico con el que se ha prometido rompa el compromiso con ella cuando en una reunión social ni corta ni perezosa se lance a desastacar unas tuberías. El equívoco se mantendrá sobre ambos. Belinski se aprovechará de ello, vivaz pícaro. Es un 'desplazado', un profesor checo que ha huido de su país por Hitler, pero no está su vida amenazada como piensa el joven aristócrata Andrew (Peter Lawford), quien, en un Londres previo a la segunda guerra mundial donde el mayor acontecimiento es una fiesta social, ha sufrido el arrebato del compromiso político ( hasta ahora su única acción comprometida ha sido escribir una carta al director a un periódico), así que decide acoger a Belinski en la mansión de sus padres en el campo. Mansión en la que ha sido contratada Cluny, por decisión de su tío, quien le repite constantemente ante sus acciones, 'fuera de repertorio', que no sabe cuál es su sitio, lo cual no es precisamente una invitación a que se pregunte cuál es, como si le anima Belinski, sino una reprimenda por no ajustarse a la que él considera que es su posición. Cluny, precisamente, será confundida en su llegada a la mansión. No pensarán que sea una criada sino alguien de alcurnia porque ha llegado con un coronel vecino que ha hecho amistad con ella el tren por su mutua afición a los perros. De nuevo, la real conexión no sabe de posiciones, categorías o reglas.
Cluny es, ante todo espontánea, y no hay manera más adecuada de convertirse en una 'desplazada' que ser natural y dejarse llevar por arrebatos espontáneos, en vez de ajustarse a un repertorio de conductas preestablecidas. Por eso, con desparpajo, sugiere al padre que elija un filete mejor de la bandeja que le sirve. Es un 'cuerpo extraño', como Belinski, en un entorno donde cada uno sabe cuál es su sitio, como mariposas clavadas con un alfiler, o mondas en un fregadero atascado, da igual si son los 'señores', los criados (el mayordomo comenta perplejo a la ama de llaves cómo Belinski, un invitado, ha sido capaz de levantarse de la mesa y dirigirse a él como si fuera un igual), o la clase media, representada en el citado envarado farmacéutico, o su madre, que se comunica mediante carraspeos ininteligibles, reflejo distorsionado del ruido de la incoherencia inherente a los que se ajustan al papel o la función que están convencidos les corresponde, y las formas de conducta a las que deben aplicarse como si siguieran un dictado implícito. Porque, realmente, nadie habla de nada, o actúan de acuerdo a la conducta supuesta, relegando la espontaneidad, todos como si fueran una pila atascada.
La misma narración coreografía el desplazamiento en la alternancia de perspectivas, no sólo de Belinski o Cluny, sino también de personajes secundarios, como Andrew, y sus indecisiones e inhibiciones con Betty (Helen Walker), o en ocasiones las dos parejas amoldadas a su posición, los padres de Andrew (el padre muestra su perplejidad porque Hitler quiera invadir el mundo cuando ya ha escrito un libro, que él piensa que es sobre la vida al aire libre, porque cree que el título no es 'Mein Kampf sino 'My camp'/Mi campo), o el mayordomo y la ama de llaves, testigos también desconcertados. Pocas veces se ha logrado tan armonía, tal sensación pletórica, con un relato descentrado que parece girar en múltiples coordenadas para así establecer, valga la paradoja, el centro en el descentramiento que es apertura de perspectivas. O no hay mejor manera de superar el atasco del ombliguismo que abrir las perspectivas para encontrar cuál es la propia mirada y el propio lugar, que se encontrarán con las reales conexiónes. Sin duda, pocos cineastas como Lubitsch han alentado con tal ingenio fomentar la sabiduría de echar ardillas a las nueces.

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