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jueves, 1 de febrero de 2018

Amarga victoria

'Amarga victoria' (Bitter victory, 1957), de Nicholas Ray, comienza con el plano de unos maniquíes que son utilizados por los soldados para sus ejercicios de adiestramiento para el combate. En un momento dado, el capitán Leith (Richard Burton) califica al mayor Brand (Curt Jurgens) como 'un uniforme vacío, almidonado de autoridad'. Esta producción franco-americana (con primacía francesa, ya la pequeña participación de la Columbia estaba dirigida a la consecución de los derechos de la distribución internacional ) no es una película bélica convencional, sino un territorio abstracto, entre fronterizo y alucinado, que tiene como marco un conflicto bélico, pero que se define por espacios que asientan ese extrañamiento existencial, como esas ruinas que tiene forma de corona y que fueron usadas como defensa por los berberisco siglos atrás (un espacio equiparable al planetarium de 'Rebelde sin causa', 1955). Poco importa realmente la misión encomendada (la sustracción de unos documentos del ejercito alemán), sino lo que se revela entre las dos actitudes contrapuestas que revelan y definen a Leith y Brand, oficiales británicos al mando de esa incursión.
El primero es ya calificado despectivamente por el general Patterson (Anthony Bushell) como un intelectual, un impertinente que fue arqueólogo antes de la guerra (de alguna manera supone para Leith volver a su pasado, ya que vivió dos años en esa zona desértica de Libia: quiere comprobar cómo la guerra ha arrasado los restos que sobrevivíeron siglos al paso del tiempo). Brand sólo ansía gloria, ascenso, la 'corona'. Pero un filo es lo que les separa y lo que les irá separando y distanciando, tras cumplir la misión, en el viaje del retorno por el desierto, y que Ray expone con intenso, y desgarrado, refinamiento expresivo. Un plano define su (singular) mirada, y su magisterio como cineasta: Durante la incursión, Brand vacila cuando debe clavar su cuchillo en un soldado alemán de guardia. Leith advierte el temblor de su mano, por lo que se dirige decidido hacia el soldado y clava el cuchillo en su espalda. Ray corta a un primer plano de Leith, pero saltando el eje, y dilatando el plano, como si el tiempo se suspendiera, con el desgarrado gemido contenido de Leith tras acuchillarlo. Leith 'siente' la muerte. Siente en la proximidad, lo que implica el acto de matar, acuchillar a otro (que no es un maniquí sino un cuerpo que ya no respirará).
Pero otro 'filo' ya les había distanciado previamente, y está relacionado con un retorno al pasado, pero este imprevisto: una relación sentimental de la que huyó antes de la guerra. Y ahora Jane (Ruth Roman) es la esposa de Brand. Un amor que se frustró pero del que aún quedan rescoldos, los cuáles capta Brandt, desde el primer momento, en las miradas de reconocimiento que se cruzan Leith y Jane. Si Leith espeta a Brand que es un cobarde profesional porque aprueba la muerte a distancia pero es incapaz de matar en la proximidad ( y además, es incapaz de reconocer que tuvo miedo, cosa que Leith reconoce abiertamente que sintió aunque fuera decidido), Leith reconoce que fue cobarde en el pasado con el amor. Prefirió huir a su trabajo arqueológico en Libia, antes de afrontar ese amor que le superaba. Prefirió explorar las ruinas que eran las huellas de un pasado en vez de construir un presente que fuera duración, gestación de futuro. Jane no duda en exponer que aquel sentimiento no quedó enterrado, aunque se casara por amor con Brandt. Pero lo que siente por éste queda sepultado, como por una tormenta de arena, por la intensidad de lo que aún siente por Leith.
Brand sabe que Leith ha sido testigo de lo que para él supone una vergüenza como militar de carrera que es, su indecisión en el momento decisivo en el campo de batalla, esa proximidad que no tiene que ver con las maquetas ni los esquemas de los planes o de las tácticas. Y además entrevé un sentimiento más fuerte entre la mujer que ama y el hombre que más abomina por mucho que pareciera ya sepultado en el pasado. ¿Cómo, por un motivo u otro, no va a querer que Leith no regrese de esa misión, cómo no va a desear su muerte? Pero si Leith sabe mirar de frente a la muerte, tanto al acto de matar como al hecho de morir, Brand utiliza las artimañas, o espera que el azar le favorezca. Siempre desde la distancia. El horror es un desierto: la incapacidad de sentir a los demás; el establecer las relaciones como una guerra; el miedo a mirar la vida y a sí mismo de frente. Mientras Brandt efectúa su primer intento de desembarazarse de Leith, ordenándole que se quede con los dos soldados agonizantes, uno alemán y el otro brítánico, Leith se enfrenta directamente a la muerte, a la intemperie e indefensión de quien sabe que va a morir. En esta sublime secuencia, la desesperación del rostro de Leith se funde, en colisión, con la indiferencia del paisaje del desierto, o cómo la muerte rasga cualquier velo de afán de gloria, el cuerpo doliente agónico frente a los maniquíes uniformados, la desolada capacidad de sentir al otro frente a la arrogante ignorancia de quien ve al otro como mera representación. Leith debe disparar sobre uno de los soldados para acortar su agonía, aunque le pida clemencia enseñándole la foto de su mujer, y por desesperación, intenta salvar la vida del otro, para el que sí era una liberación que redujera su agonía, llevándole sobre sus hombros, aunque este grite que más bien amplifica su sufrimiento. 'Mato a los vivos, y salvo a los muertos', dirá cuando compruebe que ya está muerto.
Leith es pura contradicción, así él mismo lo reconoce, lucidez y pulsión de muerte. Busca de alguna manera su muerte, como si se sintiera una ruina de lo que no logró ser, porque no logró habitar el presente, porque no fue capaz de amar. Un escorpión que no tiene miedo de arriesgarse a decir las cosas claras aunque supongan su muerte, e incluso salvar a quien sólo anhela que él muera. Cuando arrecia una tormenta de arena, agonizante ya por la picadura de un escorpión, cubre con su cuerpo el de Brandt, aquel que no le avisó cuando vio como el escorpión se aproximaba a su pierna. Protege a quien deseaba su muerte quizá porque en esa desesperada pulsión de muerte late un intenso aprecio a la vida, esa que se le ha escapado, o no ha sabido prender, y que ya parece un sentimiento arqueológico en un entorno de maniquíes que subordina el cuerpo a la idea, la vida al miedo a vivir, la entrega al afán de destrucción.

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