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martes, 6 de febrero de 2018

A 23 pasos de Baker street

'A 23 pasos de Baker street' (23 paces to Baker street, 1956), de Henry Hathaway, parece haber encapsulado en sus imágenes la atmósfera ( y hasta el aroma), ya no sólo de la obra de Arthur Conan Doyle referenciada ( homenajeada) en su título, sino del 'misterio'. El Londres retratado tiene algo de abstracto, como su niebla de arquetípica. Es como si su esencia, la de un imaginario soñado a través de la literatura, se hubiera destilado en un grabado en movimiento, a través de un fascinante trabajo de brumas y tinieblas, como de ensueño, en la dirección fotográfica Milton Krasner. Hay un modélico equilibrio entre concreción (trama) y abstracción (emanación de la circunstancia emocional de un personaje). El guión de Nigel Balchin, que armoniza esas capas (la peripecia exterior en correspondencia con una interior), adapta una obra de Philip McDonald, de quien Jacques Tourneur adaptó otra en 'Círculo de peligro' (1951) coincidente en su construcción sobre sutiles atmósferas, sobre lo implícito o entrelíneas.
Más allá de haber captado y hecho cuerpo esa atmósfera (de la nervadura de una trama sostenida sobre una intriga, sobre unas incógnitas), hay un trabajo de lo espacios que tiene mucho de mítico como de simbólico: lo cotidiano parece casi excluido, salvo en contadas secuencias, como si habitáramos un exilio interior, que no es otro que el del protagonista, un escritor, Hanon (Van Johnson). La secuencia introductoria lo condensa con suma precisión. La cámara se desliza desde un plano general del Tamesis hacia una terraza, mientras escuchamos su voz. Ya en el interior vemos que está grabando una de sus nuevas obras teatrales, y no sin esfuerzo. Sus palabras, aunque sean del texto de la obra, refleja su circunstancia vital y estado de ánimo. “Lo siento. No creamos el mundo, y de haberlo hecho, habría sido un caos, siendo lo que somos”. Evidencia tanto una desesperación y desvalimiento, como una amargura y una crispación, que refleja sin miramientos con su asistente, Matthews (Cecil Parker) o con Jean (Veras Miles), que llega para visitarle después de un largo tiempo sin verse. Ese talante, pronto los sabremos, está motivado por su ceguera, causada por un accidente. Como sabremos que rompió su relación con Jean tras esa adversidad. Hanon se lamenta de su circunstancia, pero también de sí mismo, y su desesperación la descarga con su intemperancia. Ha perdido el estímulo para vivir ( o para saber vivir).
El hecho de que nos lo presenten primero a través de su voz remarca, por un lado, su separación de la realidad y la vida; cuando le vemos en otro espacio es entre dos orillas, en la barca que navega por el Tamesis, exasperado porque Matthews no logra describirle con precisión lo que ve. Y, por otro, porque, en la trama, lo que escuche en una conversación en el bar al que acude para calmarse con el alcohol será lo que le propulse a investigar lo que él piensa, por lo que cree captar en las entrecortadas frases (por la interferencia del ruido de un pinball), es un delito que próximamente se va a realizar. En su mundo de sombras (como sombras de quienes hablan son lo que vemos a través de la cristalera), dar luz a ese misterio, resolverlo, es una transferencia del dar luz a su propia vida angostada en su amargura interior. Al fin y al cabo, para Hanon el mundo está entre brumas, sin ser capaz él de construir un nuevo interior en sí mismo para habitar la vida, hecho que queda condensado en la magnífica secuencia tras citarse en el bar con un hombre que se supone le va a facilitar importante información. Pero a donde le lleva es a un edificio en ruinas, con el propósito de dejarle encerrado en una habitación que no tiene fachada para que así caiga al vacío (encierro en un espacio expuesto, desguarnecido: ¿no es como se siente Hanon ahora en su estado de ceguera?). Hathaway planifica esta secuencia, gradualmente, en cinco planos, ampliando el campo del plano, e incluso un par de ellos en contrapicado y picado, que remarcan la indefensión de la figura de Hannon en ese espacio (como de él en su propio interior).
Lo cotidiano, como decía, poca presencia tiene; la más remarcable, aun de modo escueto (qué dominio de la síntesis tenía Hathaway), la protagoniza precisamente su asistente, Matthews, cuando sigue a una mujer que puede ser una posible pista en el nebuloso enigma (prodigiosa es la posterior secuencia, cómica, cuando vuelve y relata el seguimiento, remarcando cada dos frases, con desesperación, que llovía). Los exteriores casi siempre son nocturnos, como si pertenecieran a otra realidad (el crimen en la cabina telefónica, o el secuestro en el parque), teñidos de opresiva amenaza, siempre de acuerdo a esa relación desligada de la realidad que siente Hanon. Este trayecto casi alquímico de ceguera interior transmutada en visión lúcida, ya no ensimismada en su lamento (su primer 'paso' lo reconoce tras estar a punto de precipitarse al 'abismo' en el edificio en ruinas, cuando dice que empieza a ver las cosas claras, su errada actitud ante la vida) se dirimirá en su propio espacio, su hogar, cuando sufra la amenaza del misterioso 'señor Evans' (esa sombra que escuchó en el bar). Resolverá la situación, precisamente, gracias a su dominio de la oscuridad, de las sombras, porque ya ha encontrado equilibrio en las propias. Sutil detalle es que realmente el 'señor Evans' sea una mujer, ya que la consecución de saber ver radica en saber de nuevo amar a Jean. La secuencia final es elocuente. Ahora los dos están en la terraza mirando hacia afuera, y él se vuelve hacia ella para decirle que ahora 've', antes de besarla.

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