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miércoles, 28 de febrero de 2018

Ambiciosa

La novela que se adapta en ‘Ambiciosa’ (1947), de Otto Preminger, ‘Forever amber’ (1944), de Katleen Winsor, soliviantó a las mentes puritanas de Estados Unidos. Fue calificada como pornografía y prohibida en catorces estados. En Massachussets, el fiscal general se dedicó a contabilizar en la novela 70 actos sexuales, 39 embarazos ilegítimos, 7 abortos y 10 descripciones de mujeres desnudándose ante hombres. La autora replicó que no estaba especialmente interesada en describir escenas de sexo explicito. De hecho, los dos pasajes que más lo eran fueron suprimidos por el editor, es decir, convertidos en escenas eliptizadas (lo eliptizado estaba muy de modo entonces, añadiría, con sorna, la autora). La novela fue un gran éxito de ventas, y la Fox compró sus derechos. La primera versión del guión fue obra de Jerome Cady, y realizaron posteriores reescrituras Philipp Dunne y Ring Lardner, jr. Se le encargó la dirección a John M Stahl, pero al de 39 días se tuvo que detener el rodaje ya que la actriz protagonista, Peggy Cummings, enfermó de gripe (aunque puede que no la vieran como la interprete adecuada; Zanuck adujo que era ‘demasiado joven’).
Se recomenzaría tres meses después, lo que implicó que algunos actores fueran sustituidos por conflictos de fechas con otros rodajes (Vincent Prince y Reginald Gardiner por Richard Greene y George Sanders, respectivamente). Y Stahl fue reemplazado por Otto Preminger, quien ya había dirigido a la nueva protagonista, Linda Darnell, en ‘Ángel o diablo’ (1945), aunque parece que presionó, sin éxito, a Zanuck para que fuera Lana Turner. Preminger ya había sustituido a otro director en pleno rodaje, Ernst Lubitsch, cuando este sufrió uno de sus varios infartos, en ‘La zarina’ (1945), y lo haría de nuevo, posteriormente, en ‘La dama de armiño’ (1948), debido al fallecimiento de Lubitsch, aunque este caso no firmaría la película. Esta última y ‘Ambiciosa’ comparten un muy sugerente y elaborado trabajo en color de Leon Shamroy, autor también del de ‘Que el cielo la juzgue’ (1945), de John M Stahl. Son particularmente memorables los exteriores, por el contraste entre el cielo nublado y el esplendoroso verde del campo, de la secuencia del duelo a espada de Lord Carlton (Cornel Wilde) y el capitán Morgan (Glen Lanigan), que puede competir en belleza pictórica con otra secuencia de duelo, en ‘Guerra y paz’ (1956), de King Vidor. La película, aunque moderó su tono, tampoco se libró de que la oficina de censura Hays cuestionara la recurrencia de sexo ilícito y adulterio en la narración, y tras estrenarse fue calificada de inmoral y licenciosa (incluidas amenazas de boicot por parte de algún arzobispo).
La acción nos narra un proceso de ascensión social, el de una mujer ambiciosa, Amber (Linda Darnell), que quería disfrutar de los privilegios tanto materiales como de prestigio social, pero también, a la vez, de los del amor, el que siente por Lord Carlton. Y ambos aspectos entran en continua colisión. Como su pasión, trazada por los encuentros y desencuentros, entre reinicios, frustraciones y aplazamientos, a lo largo de varios años. Su nacimiento, en 1644, coincide con una guerra civil, la que implica el derrocamiento de un rey por las fuerzas puritanas comandadas por Oliver Cromwell. Un bebé abandonado de enigmática procedencia; aunque no importará demasiado; más bien esa incógnita arde como el ascua de quien quiere recuperar su posición de privilegio perdida. Su posibilidad de salir al mundo (de conquistarlo, en vez de acabar su vida nada más empezar a vivir casándose con un labriego) coincide con la muerte de Cromwell, y la restauración de la monarquía con Charles II (George Sanders) en el trono.
El Estudio quería realizar una obra que resultara una combinación de ‘Lo que el viento se llevó’ y ‘Duelo al sol’, y que repitiera el éxito de ambas. Pero su tono está lejos de ser tan desaforado. Sus intensidades están tamizadas por una irónica distancia sobre los diversos episodios de la vida de Amber desde que es una joven campesina que ve en un caballero recién llegado, Lord Carlton, tanto la posibilidad de salir de ese sumidero vital y poder acceder a la urbe (el espacio de las posibilidades), como la encarnación de un sueño (el del amor; el hombre apuesto que además debe ser rico). Su vida es un trasiego continuo por sobrevivir y hacerse un lugar, pero también ascender (teniendo como modelo a Barbara Palmer, la favorita del rey, el ejemplo de que se puede acceder a la cúspide social sin dinero ni títulos de nobleza). Un periplo que conlleva el nacimiento de un hijo, la estancia en la cárcel al ser estafada, ser cómplice de un asaltante, actriz de teatro ( lógico con su dominio de los escenarios de la vida), un compromiso matrimonial frustrado, un matrimonio de conveniencia, y sobrevivir a la peste. Entremedias, las ‘apariciones’ de un Lord Carlton que se dedica a pasar más años en la mar que en tierra, porque es poco entusiasta de las intrigas palaciegas. Lo irónico es que la imposible combinación de amor posesivo y alianzas sentimentales de conveniencias (compromisos o matrimonios) no harán más que complicar la posibilidad de la relación: Le pone en un brete a Lord Carlton, que se enemiste con el rey, porque siente celos de la dama a la que él quiere solicitar apoyo económico, que no es otra que la amante del rey. Aún más, le pone en situación de duelo a muerte con su prometido, como no le dirá, posteriormente, que está casada.
Resalta la sordidez o crudeza de ciertos de pasajes, como los de la prisión, o las magníficas secuencias relacionadas con la peste que asola Londres, y en concreto la dedicación de Amber por salvar la vida de un infectado Lord Carlton, que implica incluso pelea cuerpo a cuerpo con la curandera que quiere robarle. Y por supuesto, las secuencias con George Sanders, que son una película en sí misma (como él es un subgénero en sí mismo), con esa mezcla tan suya de desapego e ironía venenosa, y siempre acompañado de su corte de perritos que le siguen a todas partes. También es particularmente extraordinaria la banda sonora de David Raksin, quien había compuesto para Preminger la inolvidable de ‘Laura’ (1944), que destaca en transiciones como la elipsis que relata la fuga de la cárcel; sólo vemos la llegada en una calle brumosa de un carruaje del que Black Jack (John Russell) desciende con Amber en brazos. Y es que la admirable capacidad de síntesis y la precisión, como en la secuencia del nacimiento de su hijo, mediante un solo travelling que recorre la estancia y los rostros de los presentes, son otras de las grandes cualidades de una notable obra que no condena ni juzga, sino que describe unas contradicciones, la de todos los personajes, pero en especial, las de una mujer, Amber, que se mueve tanto por la ambición como por la mera supervivencia, como quiere alcanzar el amor sublime y también una posición, para lo cual no duda en usar de peón al mismísimo rey en uno de sus ardides. Claro que también Cromwell derrocó reyes antes, aunque Amber sea el reverso de su puritanismo. Si Cromwell fue considerado por algunos como un héroe y por otros como un dictador regicida, Amber es alguien que se enfrenta a un rígido estado de cosas, logrando alcanzar un privilegiado lugar, aunque también intentando imponer su voluntad a costa de otros, y desafortunadamente de quienes más ama, por lo que será derrocada en las ilusiones que más alentaban su vida.

martes, 27 de febrero de 2018

Cuerpo y alma

'Cuerpo y alma' (Body and soul, 1947), de Robert Rossen, con guión de Abraham Polonsky, nos presenta a un personaje debatido en las agitaciones de un dilema vital. Un hermoso travelling, con grúa, nos muestra un cuadrilátero, en un jardín, con sombras que parece que pesan, desplazándose la cámara hasta un primer plano de Charlie (John Garfield), quien sufre unas inquietantes pesadillas que nublan su sueño, y su conciencia, como sabremos en la siguiente secuencia, en esta noche previa a un importante combate. En el cuadrilátero de su mente tiene lugar un desesperado combate. Sus componentes serán evidenciados, cuando regrese al barrio de su infancia, y hable con su madre, (Anne Revere), y la mujer que ama, Peg (Lili Palmer), que ahora está viviendo con ella. En sus rostros se percibe la pesadumbre tanto de la decepción como del desgarro entre el afecto y el rechazo: Una y otra no comparten la actitud de Charlie, para quien el dinero, por encima de otra consideración, es la llave de acceso a ese espejismo de libertad en el que no dependerá de nadie. Cree que superará las limitaciones que vivió en su infancia, por el pequeño negocio de sus padres, y que, por el dinero que ganará por aceptar perder en el combate por el título, también se librará del mafioso, Roberts (Lloyd Gough) que le ha condicionado, se ha impuesto, con persuasiva presión, para que pierda. Tumbado en su vestuario, minutos antes de empezar el combate, con la cámara realizando un movimiento contrario al inicial, del primer plano al general en picad, evoca el trayecto desde que era un joven que soñaba hasta que se convirtió en alguien que perdió el brillo de su mirada, como su mismo cabello se surcó con canas.
El desarrollo de la mayor parte de la película tendrá lugar a través del extenso flashback que nos narrará su proceso de ascensión desde la pobreza. Charlie no tiene la soberbia de Midge (Kirk Douglas) en 'El idólo de barro' (1949), de Mark Robson, que también narra el ascenso al éxíto de un púgil; es más simple y llano, y su orgullo es más infantil, menos acerado, y el ring también lo ve como la posibilidad de superar esa precariedad con la que convivió en sus primeros años, pero ya no sólo por sí mismo, sino por su madre también, sobre todo, después de que su padre haya muerto en su tienda debido a una explosión provocada por una de las mafias de la zona. Si los contrapuntos sentimentales de Midge, las mujeres de su vida, para él no tenían mayor influencia más allá del interés puntual, o viéndolas incluso como posibles 'rivales' que se quieren aprovechar de él, incapaz en su ceguera de ver lo que sienten por él, en 'Cuerpo y alma' Charlie tiene un importante contrapunto en la mujer que ama, Peg (Lili Palmer), intelectual y artista, pintora, de mirada lúcida, aguda y serena: un gran personaje que borda la actriz, y que es antecedente del que interpreta Piper Laurie en 'El buscavidas' (1961); aunque Peg es más equilibrada, sin la frágil vulnerabilidad del personaje de Laurie. En sus primeras citas de noviazgo, Charlie señala que ante todo quiere convertirse en un hombre de éxito, pero ella corrige: le importa que los demás piensen que es un hombre de éxito. Esa dependencia de lo que los otros piensen de él, como le consideren, será su particular trampa de arena. Le perderá esa necesidad de proyectar una imagen de éxito, con los componentes de atrezzo que lo representan, los lujos de las posesiones, los ambientes y las compañías que frecuentar.
Charlie perderá el rumbo cuando se deja llevar por las tentaciones del éxito, lo que implica disponer de todo lo que desea, incluidas otras mujeres, como Alice (Hazel Brooks) y, claro, hacer concesiones a los intereses de la mafia que domina el boxeo. Supeditarse a sus intereses conlleva sacrificar a quienes ama. Ya sea a su mejor amigo y asistente Shorty (Joseph Pevney), que tanto hizo por él desde un principio (consiguiéndole su primera oportunidad, con la provocación escénica en un bar a otro joven púgil para que Charlie demuestre sus cualidades frente al que, desde ese instante, será su entrenador). A Peg, cuya perspicaz sensatez no es muy 'conveniente' para los intereses sin escrúpulos que pueden llevar al éxito; por eso Shorty insistirá a Peg en que consiga que Charle le proponga ya matrimonio; pero las propuestas de Roberts, antecedente del gran personaje de George C Scott, en 'El buscavidas', ganará por la mano a los aspectos sentimentales, por lo que Charlie pospondrá la boda.
O a, sobre todo, el detonante de ese dilema en el que está sumido al principio de la película, ya que se siente responsable de la muerte de su ayudante, Ben (Canada Lee), otro ex boxeador a quienes los golpes (y en particular los de Charlie, cuando le arrebató el título) habían afectado crónicamente a su cerebro. Su muerte, su colapso cerebral, precisamente, tiene lugar cuando, frente a la pasividad de Charlie, se enfrenta a Roberts, como desesperado intento de persuasión para que Charlie no se pliegue a sus imposiciones, esto es, que pierda el combate para enriquecerse con las apuestas ya que la mayoría de la gente apostará por Charlie, y opte por la honestidad. Muere sobre el cuadrilátero, como quien impotente ya lucha contra su desesperación.
Son excelentes las secuencias del combate final (los combates los rodó el gran director de fotografía James Wong Howe con patines, logrando dar esa inmediatez y urgencia a las secuencias, de las que tomaría buena nota Scorsese) . Será precisamente sobre el cuadrilátero, al tomar consciencia que ni siquiera respetan que pueda aguantar hasta el último asalto para perder por puntos, sino que ordenan al otro púgil que le noquee en el asalto treceavo, cuando Charlie reaccione, y recupere su autoestima, y su conciencia, o consciencia, casi se puede decir, afirmándose en lo que de verdad es más importante para él, su honestidad e integridad, y su amor por Peg y su madre, que se habían alejado de él por haber perdido el rumbo 'moral'. Decidirá no plegarse a lo que el mafioso le exige, y junto a Peg, despreciará incluso sus amenazas, afirmado en su honestidad. Rossen hubiera preferido terminar con otro final, que también se filmó, en el que Charlie recibe una paliza que determina su muerte, y acaba con su cabeza dentro de un cubo de basura. Quizás más realista, en la línea del final de 'Nadie puede vencerme' (1949), de Robert Wise, (en donde Stoker es apalizado por también no plegarse al tongo, y ganar el combate, aunque en su caso no acabe muerto), pero se prefirió este final más voluntarioso y positivo, donde el afán de superación logra, sin perder la integridad ni la nobleza, dar sus frutos. Dos opciones de conclusión, dos perspectivas distintas.
Dos singularidades de esta película. Varios de sus componentes, el guionista Abraham Polonsky, los actores John Garfield, Ann Revere, Lloyd Gough, Canada Lee, Art Smith, Shimen Ruski, el productor Bob Roberts, el director Robert Rossen y, en menor medida, el director de fotografía James Wong Howe, fueron objetivo de la caza de brujas del Comité de Actividades antiamericanas. Algunos incluso fueron incluidos en la lista negra que impedía que fueran contratados. Polonsky (cuyo guión fue nominado en los Oscar) se negó a testificar. Utilizó seudónimo en los guiones que firmó hasta 1968, cuando fue acreditado de nuevo en 'Brigada homicida', de Don Siegel. Como director no reincidiría hasta 1969. Parecido caso el de Anne Revere, que tampoco quiso testificar. No intervino en ninguna película hasta 1970, en 'Dime que me amas,Junie Moon', de Otto Preminger. Lloyd Gough al ser incluido en la lista negra no intervino en ninguna película desde 1952 ( en 'Encubridora', de Fritz Lang, su nombre fuera quitado de los créditos), hasta 1967, en 'Hampa dorada', de Gordon Douglas. Art Smith, que interpreta al padre de Charlie, no trabajó más en el cine, a no ser alguna intervención sin acreditar como, de nuevo, con Rossen, en 'El buscavidas' (1962). Shimen Ruskin fue incluido en la lista negra tras ser nombrado por Lee J Cobb, en 1952 y no volvería a participar en una película hasta 'Los productores' (1967), de Mel Brooks. Canada Lee, tras ser incluido en la lista negra, murió de un ataque al corazón, con 45 años, antes de testificar ante el Comité. Garfield, aunque negara su afiliación comunista, fue incluido en la lista negra por negarse a dar nombres. Murió de un ataque al corazón,con 39, por causa del estrés, en 1952.
La otra peculiaridad. Trece integrantes del reparto o equipo técnico ya habían sido o se convertirían en directores: los actores William Conrad (cuatro largometrajes en los 60 y más de una veintena de episodios de diversas series, sobre todo durante esa década), Joseph Pevney ( durante los 50 de cine, entre otras, El último torpedo, 1959, y ya desde los 60 sobre todo televisión), Sid Melton (un par de películas), y George Tyne (de televisión, entre los 60 y 70). El guionista, Polonsky, los dos montadores, que recibieron un Oscar, Francis D Lyon (35 entre cine y televisión) y Robert Parrish (un cineasta a reivindicar), el asistente de dirección, Robert Aldrich (entre su obra destacaría particularmente Comando en el Mar de la China, La venganza de Ulzana, El vuelo de Fénix, El beso mortal y La banda de los Grissom), el director de fotografía, Wong Howe (tres largometrajes, un documental y tres episodios televisivo en los primeros 60), el director de montaje, Gunther V Fritsch (El regreso de la mujer pantera, 1944, y algo de televisión, cortos y documentales), el director artístico, Nathan Juran (entre otras, Simbad y la princesa, 1958), el supervisor de script, Don Weis (135 entre cine y televisión, como 'Critic's choice, con Bob Hope), así como el decorador, Edward G Boyle lo había hecho en la era silente.

lunes, 26 de febrero de 2018

Hors Satan

Quizá no haya cine como el de Bruno Dumont en el que los cuerpos adquieran tal rotunda presencia. Y a la vez, cine de desplazamientos, no son los cuerpos los que se desplazan por o entre los espacios, sino los espacios los que son recorridos por los cuerpos. En estos tiempos hipertecnificados de desquiciada comunicación entre pantallas multiplicadas que acrecientan la virtualización de las relaciones, que no es sino agudización del ensimismamiento, sus personajes casi no hablan. Se desplazan, se miran, actúan. Silencios, son emanaciones del paisaje, otro fruto del mismo. Los cuerpos no parecen diseñados, son ásperos, abruptos. Presencias. Una concreción que sangra, una transcendencia que escuece. Las paradojas desestabilizan. Sumergirse en sus imágenes es retornar a los orígenes, a otro tiempo, a una prehistoria, antes del nombre, ser cuerpo, piedra, hierba, desplazamientos.
En 'Hadewijch' la protagonista ansiaba, con desesperación, abrazar, sentir, una idea, una entidad abstracta, Dios. En la última secuencia se abrazaba con un chico, encarnado por David Dewaele. Este encarna, da cuerpo, rostro, movimiento al protagonista de 'Hors Satan' (2011). Entidad trascendente que pone en interrogante los límites, esos que siempre ha puesto en cuestión el cine de Dumont. En su cine, como en 'Flandres', paisajes a miles de kilómetros de distancia, podían fundirse en un mismo plano porque estaban interrelacionados, porque eran el mismo, porque las fronteras son artificio, arbitrio.
En las primeras secuencias de 'Hors Satan' vemos al protagonista sin nombre arrodillarse. Su figura se perfila contra el sol del crepúsculo, creando el efecto de que el brillo anaranjado fuera su aura, que a la vez le convierte en sombra. Es tanto luz como sombra. Es alguien que no tiene hogar, vive en mitad de la campiña, y parece tener cierta capacidad curativa. Y justiciera, cual ángel protector. En las primeras secuencias se encuentra con la chica que encarna, da cuerpo, rostro, movimiento, Alexandre Lematre, quien le dice, desesperada, que no puede ya más. Ambos se desplazan en los campos, y llegan a una granja. El chico ahora porta una escopeta, con la que apunta a un hombre que sale de un establo. Dispara. No será el único hombre al que agrederá por importunar a la chica.
Ella desea no sólo que le abrace, sino que la ame, que la haga suya, Pero él se niega. Cuando practica el sexo con otra chica, parece que la torturara. A la chica le sale espuma por la boca, y se retuerce desnuda hasta que se sumerge en el agua del rio para aliviarse. Como si el chico acumulara en sí todo el mal que limpia y libera en otros (ese 'Fuera Satán' al que alude el título). El chico a veces dispara sin apuntar y hace daño, como cuando mata a una cabra. Es lo primigenio y es lo trascendente. Es como una deidad animista. O un enigma. Posee una capacidad que transciende lo racional, lo lógico. Indica a la chica que cruce un embalse a través de una angosta pasarela de piedra, aunque le dé miedo, porque de ese modo se apaciguara el fuego que asola la zona.
En 'Horst Satan', lo fantástico, lo enigmático, se funde con la tierra, con el ladrido de los perros, con el agua que cae por los canalillos, con la hierba, con el cielo que se abre o se encapota, con la lluvia que serpentea por los rasgos de un rostro. Dumont recupera los espacios, la naturaleza, los cuerpos. Nos recupera como presencias. Hasta el tiempo parece que respira, como si hubiera sido reanimado. Es un cine de la resurrección. Por eso no sorprende que culmine con una ya que todo es posible. Su cine nos devuelve al origen y nos impulsa al infinito, a un desplazamiento entre interrogantes que raspan con la concreción de lo inmediato.

domingo, 25 de febrero de 2018

Lady Bird

La mirada contemporizadora. 'Lady Bird' (2017), de Greta Gerwig, se puede abordar como fenómeno, o como película. Comencemos con las cortesías. Christine (Saoirse Ronan) prefiere que le llamen Lady Bird. Es un modo de singularizarse en su entorno, en Sacramento, y en particular del (avasallador) influjo de su madre. La colisión es la dinámica medioambiental de su relación. Una hija que se afirma ante su madre, pero aún así desea ser apreciada por ella. Su padre, Larry (Tracy Letts), afable, calmo, en discreto segundo plano, no ejerce la cachiporra del reproche sino el detalle afectivo, entre el apoyo y la comprensión desconcertada. Podría parecerse a la ecuación familiar de 'Esplendor en la hierba' (1961),de Elia Kazan, pero la intensidad (y el ingenio creativo) de esta no encuentran correspondencia en un convencional relato de adolescente en proceso de formación y un estilo tan aplicado como esterilizado. En la primera, la gama cromática parece palpitar acompasada las contorsiones emocionales de los personajes. En la segunda, la neutralidad cromática delata una mirada contemporizadora.
Hace un mes se estrenaba 'Qué fue de Brad', de Mike White, en la que un hombre se enfrentaba a una edad, los 50, como umbral que pone en cuestión sus logros, por lo que se comparaba con el relato sí realizado de la vida de los otros. Era una mirada en retrospectiva, como si se hubiera culminado un trayecto y se repasara lo materializado o no de los propósitos. 'Lady Bird' enfoca en la edad en proceso de formación y definición, en relación y contraste con los otros, una edad de forcejeos contra los influjos, anuladores o no, de los otros, y con la condición de estos como pantalla de los propios propósitos y sueños, y por tanto aún variables. Christine quisiera romper con lo que es, como el pelo que se tiñe, pero no se encuentra, se ofusca y tantea, con las amistades y los amores. Es un cuerpo que se busca y a la vez huye. Por eso, cambia de dirección de modo brusco, sorprendiéndose a sí misma. Ahora su mejor amiga es Julie, ahora su mejor amiga es Jenna. Ahora siente que se enamora de Danny (Lucas Hedges), ahora siente que se enamora de Kyle (Timothee Chalamet), aunque ciertamente en el tránsito sufriera la consternación de descubrir que Danny siente más atracción hacia los hombres. Es una edad de búsquedas e interrogantes, confusiones y sublevaciones, aunque se acabe siendo aquello contra lo que se rebelaba. La cuestión es sentir que tomas las riendas de tu vida, que das los pasos que tú quieres dar, y no los que quieren otros, tu madre por ejemplo, que des, aunque los pasos luego no difieran demasiado de los de tu madre. Forjar tu futuro, tu propio escenario, tampoco tiene que implicar la negación de lo que fuiste, de lo que te forjó cuando aún te estabas modelando y definiendo. Lo que fue ayer puede engarzarse con lo que vas esculpiendo con tu vida, como capas de una misma piel.
'Lady Bird' no ofrece nada nuevo bajo el sol, ni en su construcción dramática ni en su estilo. En ambos sentidos es un obra aplicada, a una plantilla o molde en los retratos de iniciación a la vida, y en la ejecución de un intercambiable estilo indefinido característico de esas producciones de presupuesto medio que ya no hay quien califique de independientes, como aún por mecanismo reflejo de etiquetación, se calificaban en los 90. En ese sentido, más genuina, así como más sustanciosa e ingeniosa, resultaba una obra aquí no estrenada, 'The myth of american sleepover' (2010), de David Robert Mitchell. El estilo de Gerwig no difiere demasiado del de Noah Baumbach, con el que ha colaborado en varios guiones, pero desluce al lado de la singularidad de 'Frances Ha' (2012), una obra que se nutría de ciertos referentes cinéfilos (europeos), como por ejemplo en la carrera que emulaba otra de 'Mala sangre' (1986), de Leos Carax, pero la película, como esa misma secuencia, conseguía perfilar su propia personalidad. Algo de lo que, en cambio, carecía la desmañada 'Mistress America' (2015), que parecía hasta hecha con desgana, como quien no da relevancia a la decisión estética por la que opta. 'Lady Bird' se queda en medio, como su primera colaboración con Baumbach, aunque sólo como actriz, 'Greenberg' (2010).
'Lady Bird' es una obra sin aristas que sabe situarse en el esterilizado territorio de lo políticamente correcto, de la avenencia que no abre heridas sino que integra (bien lejos de las complejas rugosidades de 'Wonder wheel', de Woody Allen, de quien ha renegado, por plegarse a la desquiciada corriente inquisitorial, como si pudiera salpicarle la infección de su estigma). Quizá por esas circunstanciales turbulencias ha adquirido tanta relevancia y, por lo tanto, quizá por ello se han sobredimensionado sus cualidades. Entre tanta resaca se presenta como unas aguas mansas que resultan fotogénicas para arrimarse a la imagen conveniente de progresía. Más allá de esa condición de fenómeno, se caracteriza por la eficiencia de una aplicación delineada con tiralíneas, desplegada con precisión narrativa, con alternancias en la modulación, entre las que destacan los briosos pasajes en los que se suceden breves secuencias, a veces de un sólo plano, o en las que se produce, de modo abrupto, un giro en la narración, en la concepción que Christine tiene de otros, en suma de su relación con la realidad, acorde con una edad, o un proceso, en el que la variabilidad linda con la volubilidad, porque, al fin y al cabo, no se deja de corregir el enfoque, y lo que se cree enfocado quizá era un desenfoque. Conclusión: Christine asume que es Christine y no un personaje que intenta despegarse de la película de su entorno. Y lo que era esa película, como los escenarios que la componían como capítulos de una rutina y unos rituales, queda adherida a ella, como un telón de fondo bajo la superficie que no tiene por qué, necesariamente, cortar sus alas.

sábado, 24 de febrero de 2018

La enfermedad del domingo

La paradoja del tiempo y sus esquinas. El tiempo puede ser un ancla. Puedes ser aún, décadas después, aquella niña de ocho años que observaba por la ventana cómo se alejaba tu madre sin imaginar que nunca retornaría. Hay memorias que se agitarán en el tiempo como una resaca de resentimientos, y hay memorias inmóviles, que se estacan (la vida se detuvo y encogiste los hombros). Hay quien se desprende de memoria, como muda de piel que estorba, cuando decide cambiar de trayecto, y deja atrás figuras estancadas o ancladas en su resaca. No mira atrás, sólo hacia un adelante que nunca saciará su anhelo de vivir lo que quisiera vivir. En una secuencia de 'La enfermedad del domingo', de Ramón Salazar, madre e hija, Anabel (Susi Sanchez) y Chiara (Barbara Lennie), contemplan unas diapositivas de un pasado en el que una sigue atrapada y la otra olvidó en esas esquinas de la vida que no se quiere volver a transitar. En la imagen aparecen juntas madre e hija con la apariencia de la misma edad. La madre se asombra de lo que parece una paradoja temporal, aunque su hija le diga que meramente es un efecto de edición de imagen que ella misma realizó.
Por diez días madre e hija coinciden. Durante treinta y cinco años vivieron realidades separadas. Una no dejó de mirar a un horizonte que se resecó, como memoria arrugada. La otra miró hacia otro horizonte, otro escenario, con diferentes intérpretes. Treinta y cinco años después, la hija irrumpe en ese escenario y solicita compartir diez días juntas en su propio escenario. Este el relato de ese reencuentro, con miradas que se tantean, esquinas oscuras que intentan alumbrarse y silencios escurridizos. Y sombras, sombras tan espesas que parecen manchas de sangre seca. Por eso, en un relato esquinado el esclarecimiento de las preguntas que ilumine las penumbras de la relación, para qué quiere verla, y por qué la abandonó, se dilata entre miradas y diálogos que son duelo de aproximaciones y repliegues, como dos púgiles que esquivan un golpe antes de que se lo lancen, o no se atreven a darlo y se encasquillan en el amago. En especial la hija, que elude el relato de su vida con y escenificaciones, mientras se pregunta qué quiere de ella quien no sabe cómo es.
En el principio, un escenario árido, un bosque que es desierto, árboles sin hojas, piedras, raíces resecas. En ese espacio camina Chiara. Es su presentación. Es su circunstancia. En el principio, las miradas que se escrutan como púgiles, los desenfoques y las nucas que ocultan, las sombras de lo que se fugó, de lo que no se conoció. En esas secuencias iniciales Salazar ya siembra la tonalidad, una voluntad de estilo que linda con la abstracción. Ese artificio que es transfiguración, esquinada cartografía a través de la difusa pantalla de lo visible de los recovecos en las entrañas de las emociones. Busca ese encuadre que evidencie lo que se escurre entre las sombras. El relato se enfoca desde las esquinas, como si el aliento permaneciera sofocado, mientras se escucha cómo las fisuras resquebrajan una vitrina en la que el aire se ha retenido desde hace demasiado tiempo. Es un relato de espectros, de escenarios que parecen desgajados de la realidad, sea un restaurante por encima de la ciudad, o las calles empedradas de una población rural que parece pertenecer a un tiempo pretérito.
Es un relato sobre paradojas. Por eso, la hija puede mirar a través del agujero de un tronco voluminoso, y su contraplano ser el de la madre que se acerca entre las estancias de una mansión que también pertenece a tiempos pretéritos. Los tiempos buscan encontrarse, como si se plegara el espacio tiempo y no existiera ese intermedio de treinta y cinco años. Las transiciones se desmenuzan, como si se abriera una brecha que pudiera conectar lo que se interrumpió con lo que pudiera haber sido. El tiempo se dilata, como si no hubiera dirección, porque quien busca también se muestra esquiva. Hasta que lo que no fue, se estancó en la interrupción, o quedó anclado en la ventana muda que esperaba convertirse en grito, se despliega en un susurro. Y ambos cuerpos se conjugarán, por un instante que concilia en un movimiento acompasado, ese que se hace agua cuando se da a luz con la muerte. Esa es la paradoja de un relato con esquinas que buscaban la luz.