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domingo, 10 de septiembre de 2017

13, Rue Madeleine

En un momento dado, la voz en off que puntúa la acción destaca de los Servicios secretos su meticulosa precisión, que no deja nada al azar. De mismo modo describiría el impecable engranaje narrativo de ’13, Rue Madeleine’ (1947), de Henry Hathaway. Su primer tramo es arrolladoramente vibrante. Se aplican los mismos modos semidocumentales que Louise De Rochemont, productor, Henry Hathaway, director, Norbert Brodine, director de fotografía y John Monks jr ( co guionista junto a Sy Bartlett), ya habían planteado en ‘La casa de la calle 42’ (1945), pero complejizando las interacciones entre metodologías del documental y de la ficción, entre realidad y puesta en escena. Si allí, también con la introducción y acompañamiento de una voz, nos narraban con exhaustivo detalle los procedimientos de las investigaciones de contraespionaje que realizaba el FBI con agentes nazi infiltrados en territorio Estadounidense, en este caso, es el de los Servicios secretos (OSS). Durante la guerra habían pedido a los Estudios que no se les mencionara en ninguna de sus producciones, para que su actividad se mantuviera en el más completo secreto. Al acabar la guerra, se visibilizaron sus actividades en películas como ‘Encadenados’ (1946), de Alfred Hitchcock o ‘Clandestino y caballero’ (1946).
De todos modos, William Donovan, el agente en el que, en principio, se iba a inspirar Bob, el personaje de James Cagney, puso varias objeciones al planteamiento de la obra, con lo cual se denominó a la agencia como O77, y la caracterización de Bob poco tuvo que ver con la del propio agente. Entre las objeciones de Donovan, una importante estaba relacionada con una de sus principales vértebras dramáticas, el hecho de que hubiera un agente nazi infiltrado entre ellos, presencia intrusa de lo que era consciente el director de la agencia, porque precisamente quería utilizarla mediante el suministro de información falsa sobre el desembarco aliado en Europa. Por lo tanto, una intrusión permitida, como maniobra escénica de alto riesgo. A Donovan no le interesaba presentar una imagen de la agencia en la que se apreciaran fisuras, signos de vulnerabilidad (o debilidad), o simplemente torpezas o errores de planificación o ejecución. A Hathaway, en cambio, lo que le interesan son las fisuras, las inestabilidades.
En ese primer tramo nos introducen a tres de los nuevos agentes, O’Connell (Richard Conte), Lassiter (Frank Latimore) y Suzanne (Annabella). Se nos muestran su instrucción, las diferentes pruebas que tienen que superar, y, a la vez, los modos de trabajo de la agencia. La capacidad de síntesis, de dinamismo narrativo, es portentosa. Ya conocido quién es el infiltrado (que no desvelaré por quien no la haya visto, aunque ya se sepa sobrepasado el primer tercio), tiene lugar en el ecuador de la narración una secuencia extraordinaria ( que no dudaría en situar entre lo mejor rodado por Hathaway): aquella que transcurre en el avión desde el que los tres nuevos agentes van a lanzarse en paracaídas sobre Holanda, orquestada (tensada) a través de las miradas, del infiltrado que advierte en los gestos, miradas y actitudes de uno de sus compañeros ( aquel a quien han informado de quién es el infiltrado) que sabe que es un agente nazi, que se corrobora, en el último plano de esta secuencia, cuando el tripulante del avión (Karl Malden en uno de sus primeros papeles) advierte que han cortado una de las cuerdas del paracaídas; elipsis, notifican la muerte del agente a quien habían informado de quién era el infiltrado.
El segundo tramo narra la misión en Francia que realiza el propio Bob, pese a las protestas de su superior. Bob sabe que cometió un error, y no precisamente leve (no debería haberlo compartido con un agente no lo suficientemente preparado, como demostró con su incapacidad de fingimiento ante un agente experto como el infiltrado), y de alguna manera debe penar por ello, enfrentarse a sus propias tinieblas como un sacrificio. La ficción, o los modos de la ficción se van apoderando de la narración, del mismo modo que la puesta en escena se irá haciendo cada vez más tenebrosa. El cálculo, el método, la realidad vista a través de la distancia, como si fuera un informe, se ve sacudida por la inestable meteorología de las emociones, de los criterios individuales, que son falibles. Los héroes cometen errores, la eficacia del enemigo puede superar, en muchos momentos, a la propia. La realidad es un escenario: Bob no sólo tendrá que evitar tener que ser capturado por el enemigo, para lo que es necesario 'escenificar', crear un personaje (una biografía inventada), sino superar la aduana de otras ‘escenificaciones’ (la de la resistencia francesa), para los que, en cambio, tiene que demostrar quién es en realidad.
13, Rue Madeleine es la dirección del edificio de la Gestapo en la zona. El objetivo del último bombardeo. Aunque el planteamiento inicial era otro. Fue la Oficina Hays (La oficina de Censura) quien señaló que era excesivo que los estadounidenses realizaran el bombardeo de un edificio sólo para evitar que un agente prisionero confesase. Hathaway, cuando se lo han permitido, ha sido más descarnado que nadie, saltándose correcciones o lanzando jarros de agua fría a las expectativas del público (la muerte del niño en ‘Camino del pino solitario’, el lanzamiento de la mujer en silla de ruedas por la escalera, en ‘El beso de la muerte’, la brutalidad que tiene que ejercer el personaje de Cooper sobre los que se agarran al bote de los supervivientes del naufragio, para evitar que se sobrecargue, en ‘Almas en el mar’...). Si esto es un viaje a las tinieblas, aunque sea por la idea de un sacrificio (o el sacrificio por una idea, ¿o un autocastigo, un turbio masoquismo, porque se ha cometido un error grave?), su final es una cruda inmersión en las mismas: La carcajada desquiciada del agente, y su cuerpo torturado, surcado por los azotes que ha resistido sin confesar, se torna el sonido y las llamas de la bomba que sus compatriotas lanzan sobre él por si no lograra resistir.

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