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sábado, 26 de agosto de 2017

Ana, mon amour

Las fracturas del amor. ¿Por qué Toma (Mircea Postelnicu) se ata o agarra a Ana (Diana Cavallioti)? Quizá no la ama, quizá más bien le hace sentir seguro. Es lo que plantea el psicoanalista que asiste a Toma, en una de las secuencias que ejercen de contrapunto en la narración fracturada, elíptica y con diferentes saltos en el tiempo, adelante y atrás, que define 'Ana, mon amour' (2016), de Calin Peter Netzer. Esa pregunta, el por qué de esa dependencia, recorre la narración, que asemeja a una lesión en proceso de rehabilitación. El vórtice de turbulencias de la anterior, y también espléndida de obra de Netzer, 'Madre e hijo' (2013), también era la dependencia. En aquella, un hijo había intentado denodadamente durante 34 años liberarse del avasallamiento de su absorbente y dominadora madre, quien no había dejado de marcar la dirección de su vida, como si se hubiera impuesto como su piloto automático. Una circunstancia crítica, el fatal atropello de un niño por parte del hijo por realizar un imprudente adelantamiento, propicia que al fin se decida a romper amarras, a sublevarse, a dar un volantazo y empujarla fuera, al arcén, para enfilar el horizonte sin su opresivo influjo. Con el coche pretendía adelantar a otro, el cual aceleró para dificultarle que lo consiguiera. Así había sentido la vida con su madre, quien de nuevo interviene para moldear la circunstancia a su conveniencia. Pero el hijo quiere ya afrontar la realidad, como prefiere asumir su responsabilidad cara a cara con el padre del niño. Por eso, embiste a su madre, porque se siente asfixiar, porque ya no resiste más su invasivo control. En 'Ana, mon amour', Toma gesta su dependencia, y se enmaraña en la misma.
La acción dramática de 'Madre e hijo' se circunscribe a un muy breve periodo temporal, unos pocos días, pero 'Ana, mon amour' abarca varios años, como un accidente que acontece lentamente, con sucesivas fracturas, algunas de las cuáles parecen curarse, pero otras resultarán irreversibles. El retrato de la familia de 'Madre e hijo' no dejaba de ser emblemático de una sociedad,y lo mismo puede decirse del retrato de esta relación de pareja. En ambos casos las nociones de accidente o fractura y dependencia se revelan como reflejo del cuerpo lesionado de la sociedad rumana. El estilo no diverge de la obra anterior. Hay carencia de música. La iluminación no es tenebrista como en la precedente, pero parece degradada, como si fuera a descomponerse en cualquier momento, como si faltara luz, y aire para respirar. La secuencia inicial también transmite la sensación de que hemos entrado con la proyección ya iniciada, como si fuéramos testigos de un pedazo de vida en continuidad. El estilo es despojado, austero, como si se hubiera sajado la carne y sólo quedara el hueso. Es una visión abrupta, que magulla y deja rasponazos. La cámara tiembla, realiza algunos sucintos reencuadres, como sacudidas, como si respiráramos, o boqueáramos, y sintiéramos con los personajes, como si también nos afectara esa falta de luz, esa confusión vital, ese remolino de emociones.
En la primera secuencia Toma y Ana hablan sobre Nietzsche y las distorsiones, los malentendidos y equívocos sobre sus ideas, como por ejemplo la del superhombre. Su relación no deja de perfilarse quizá también sobre equívocos y distorsiones, sobre las proyecciones y transferencias que no se sabe que se establecen, en la que también influyen y pesan, como un lastre difuso, las relaciones familiares. Las relaciones de uno y otra con sus padres son crispadas, como si las palabras fueran alfileres que no dudan en convertirse en bofetadas. Uno y otra parecen evadidos de cautiverios que han asfixiado su vida. Quizá de ahí deriven los constantes ataques de pánico y ansiedad de Ana, como ya sufre uno en la primera secuencia por el mero hecho de mancharse el vestido. Quizá de ahí derive la atracción que siente Toma hacia ella, esa seguridad que le reporta ser el salvador, una ilusión de superhombre, de hombre que soluciona lo que parece constantemente a punto de quebrarse y fracturarse, como si así compensara lo que irremisiblemente se rompió entre sus padres.
Durante esos primeros años, desde que se conocen en la universidad hasta que ella da a luz, la relación se convierte en un vaivén en el que Toma no deja de ser quien intenta dotar de cimientos firmes a una relación que se asemeja a la forma de una jirafa, un cuerpo que parece que en cualquier momento puede romperse por su apariencia desajustada: es lo que transmite la inestabilidad de las oscilaciones emocionales de Ana, como una congestión que no acaba de supurar. Y con el nacimiento del niño, como si se diera luz a sí misma, como si purgara sus miedos, el escenario se modifica e incluso invierte. Ana crece y se estabiliza como si encontrara el equilibrio, mientras que Toma se ofusca y se encoge en una mirada insegura y suspicaz que teme que ese cuerpo, ahora ya no vulnerable y frágil, que dependía de él, se fugue y enfoque en otra dirección, en otro hombre, porque ya no le necesita. Toma se analiza, con la asistencia de un psicoanalista, para lograr discernir por qué quiso a esa mujer, por qué creía que la quería, cuál era el fundamento de que se sintiera tan atado a ella. Cuando aquel cuerpo dejó de sentir asfixia, y ansiedad, y se iluminó y liberó, se encontró con el reflejo de su propia inconsistencia. Amaba en ella su dependencia de él.

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