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sábado, 1 de julio de 2017

Colossal

Los monstruos de las huellas que no se dejó en la vida. Te rascas la cabeza, y te preguntas ¿cómo ha llegado a ser mi vida esto que se parece tanto a la nada? ¿En qué momento mi vida se truncó y quedó estancada en la cuneta? En esa circunstancia, si te dejas empapar por la brea de la apatía o la amargura, pueden surgir los monstruos que se proyecten como aceite hirviendo sobre los demás. El despecho es un desvío útil cuando no se sabe cómo encauzar la propia vida de modo constructivo, que puede simplemente implicar la asunción de que cuando dejaste de ser un niño que sueña y te convertiste en un adulto que ya supera la treintena no fue para ser lo que soñabas. Ese que contemplas en el espejo, más bien, no es alguien que te guste. Y por eso, prefieres mirar para otro lado, escupir hacia los demás, tu entorno, los monstruos de tu frustración, como si fueran la distorsión o degradación de los monstruos de juguete con los que imaginabas historias extraordinarias cuando eras niño. Pero ¿Y si ahora pudieran ser monstruos que se materializan de verdad, como una tormenta eléctrica, como la tormenta eléctrica de tu insatisfacción vital?. Tu vida no es colosal ni extraordinaria, pero al menos quizás puedas destruir a los otros de un modo que parezca colosal. Quizá sea un consuelo.
En 'Colossal' (2017), de Nacho Vigalondo, Gloria (Anne Hathaway) lleva precipitándose en barrena desde hace largo tiempo. Lleva un año sin conseguir un trabajo. Y el alcohol se ha convertido en una gratificante burbuja de aturdimiento. Parece ir a la deriva, como si la realidad careciera de una estructura, incluso de una secuencia temporal. Llega a deshoras a casa, se olvida de citas. Su novio, Tim (Dan Stevens), de quien depende incluso económicamente, no soporta más una situación en la que ambos habitan la realidad como si fueran escenarios que no convergen, como dimensiones paralelas. Por lo que decide extraer de su vida a quien parece ya haberse convertido en un peso muerto, alguien que se ha abandonado a una realidad sin eje en la que ya se confunden pasado, presente y futuro porque ya se confunden en su mirada emborronada, una mirada que dejó de mirar a la realidad.
Arrojada del piso, Gloria retrocede en el tiempo, a la vez que a la condición sin almohadillas de la realidad a pelo, como si hubiera despertado a la realidad con una dolorosa resaca. Retorna a su pueblo natal, a la casa de sus padres, un hogar que carece por completo de cualquier mueble, excepto un colchón inflable, porque más allá del sustento que le proporcionaba su pareja, como si fuera una refugiada vital, su vida carecía de consistencia, de materia propia. Esa es su vida, un espacio en blanco, un reinicio. Porque ¿qué huellas ha dejado en su vida? Cuando se dirige hacia el hogar vacío del que partíó, y al que retorna como si lo hiciera al vacío, sus pasos dejan constancia de su huella en la tierra de un jardín infantil, detalle que se remarca con un plano cenital, previo al plano general que encuadra su nuevo hogar, el que fue y ahora es otro, como una linea de puntos por perfilar. Al mismo tiempo, se produce un fenómeno extraño, insólito, la fugaz aparición de un gigantesco monstruo que surge de la nada en las calles de Seul. Un monstruo que sólo había aparecido una vez, veinticinco años atrás, cuando ella era una niña. Ese escenario del jardín infantil adquirirá insospechada relevancia, como un escenario que no perteneciera a esta realidad, y a la vez reflejara el escenario de lo posible que no se logró realizar en la vida adulta. Porque Gloria tomará consciencia de que ese extraño monstruo gigantesco que surge de la nada en la ciudad de Seul es una manifestación de ella, la materialización, a través de una tormenta eléctrica, siempre a la misma hora, si ella se encuentra en ese jardín infantil. Toda acción que ella realiza, la realiza aquel ser monstruoso. ¿Por qué ese vínculo? ¿Con qué circunstancia de su infancia está relacionada? Y sobre todo ¿Cómo puede estar relacionado un monstruo de tamaño gigantesco, con resonancia mediática, que aterra a toda una ciudad, con una mujer que se siente minúscula, sin transcendencia e influencia alguna en su entorno, y que vive apartada en un pequeño pueblo irrelevante que se parecerá a otros miles del interior de su país?
En este sombrío ambiente vital, de luz tenue, como si hubiera sido extraída, que define el entorno de ese pueblo, destaca una figura que, en primera instancia, se revela como un apoyo para que ella comience a resurgir, pero después se manifestará, a su vez, como un reflejo de los monstruos de su frustración. Ya no los de la apatía o desidia, el derrotismo y el abandono, sino los de la amargura y el odio a uno mismo por no haber sido lo que se quisiera haber sido. Oscar (Jason Sudeikis) reconoce su admiración por Gloria por el hecho de que lograra abandonar ese pueblo, y asentarse por un tiempo en una gran ciudad, como Nueva York. En sus palabras, cuando se encuentran casualmente, se intuye que no se siente satisfecho, aunque lo disimule, porque su vida parece reducirse, por los siglos de los siglos, a regir el bar que regía su padre, como si fuera la continuación y extensión de la vida de su padre, como si su vida fuera a ser otra nada, otra vida anónima, intercambiable, que descarga su insatisfacción en el alcohol y las conversaciones recurrentes con los mismos amigos desde hace décadas. En alguien así se larva una amargura que puede tornarse ácido si siente que le restriegan su irrelevancia, como que la mujer que imprime algo de excepcionalidad a su vida, porque fue alguien que tocó el cielo allí afuera, más allá de si la desea o no, prefiera a otro con el que disfrutar una noche de circunstancial sexo. No quiere sentirse tan nada, como un complemento de decorado que sirve de mero apoyo, como otro mueble. El ego se retuerce y se revuelve porque se siente agraviado, no importa que cocine él mismo esa bilis abrasiva, y el monstruo surge y proyecta su furia a cualquiera que esté alrededor, sea un amigo, o una ciudad distante a través de su manifestación monstruosa. Es la aniquiladora tormenta eléctrica del despecho.
Hasta ahora Vigalondo había realizado obras más sugerentes por sus premisas y planteamientos, aun con logros parciales, 'Los cronocrimenes' (2007), 'Open window' (2011) y la más equilibrada 'Extraterrestre' (2011). Con 'Colossal' se acerca a la excelencia. Modula con admirable agudeza y precisión una narración de sombras, de vidas de cualquiera que se confrontan, de modo distinto, con el fracaso y la frustración, con lo que no fueron, con lo que son pero no les gusta ser, con el perfil borroso de una vida que se parece a un despojo o a otras múltiples vidas precedentes igual de irrelevantes. En suma, con el hecho de que las vidas no son colosales como quizá se soñó cuando se era niño. La narración se centra en los personajes, y la singular vertiente fantástica es la extensión, el reflejo de los monstruos de la mente, ese que podemos proyectar en las películas (en los relatos extraordinarios de superhéroes o variadas criaturas fabulosas, gigantes como los kaijus, bestias extrañas, o Mechas, robots, en los que se inspira esta película, caso de Godzilla o Mazinger Z), o como una película en la misma vida, cuando en los escenarios de nuestras relaciones afectivas o laborales descargamos la bilis de nuestras frustraciones y despechos como la pisada de un monstruo sobre una ciudad. Si no dejamos huella en la vida, al menos nuestra amargura puede dejar constancia de que estamos aquí con nuestros pisotones (disponer de la posibilidad de despedir, o de complicar la vida a un competidor que consideramos con mejores aptitudes, o amargar la vida con nuestro despecho a quien no nos corresponde o nos quiere abandonar). Al fin y al cabo nos proporciona la ilusión de que somos más que nadie.

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