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miércoles, 21 de junio de 2017

Mi noche con Maud

'Mi noche con Maud' (Ma nuit chez Maud, 1969), de Eric Rohmer, es una delicada comedia fantasmal, una sutil y exquisita digresión sobre las proyecciones de los sentimientos, sobre los límites del discernimiento del otro y el cautiverio de las representaciones de los fantasmas de la propia mente. Del mismo modo que el vaho parece hacer tangible el aliento, las palabras parecen recrear los sentimientos, pero no es así, sino que, como un paisaje invernal, difuminan los contornos, y lo único cierto es la blancura que domina el espacio, como la misma oquedad de las palabras, la circulación de sus pensamientos, en la que se encuentra preso Jean Louis (Jean Louis Trintignant). ¿Qué siente realmente? ¿Se obceca, tras avistar durante una misa, en una iglesia, a Francoise (Marie Christine Barrault), con una idea, un propósito, una imagen, como una visión, distintiva, excepcional, por tanto sagrada, que destaca entre la profana, por trivial, circulación de rostros femeninos intercambiables? ¿Niega lo que se gesta, en la relación próxima con Maud (Francoise Fabian), porque en su mente ha establecido una preferencia, porque la idea se impone al cuerpo, el qué se siente al cómo se siente, la sublimación de la distancia a la vibración de la proximidad?
El vaho no es aliento, pero en el vaho de la mente la imaginación puede dibujar y perfilar sueños, los relatos que animan los sueños, y la persecución de un sueño es la materialización de un relato que uno mismo urde aunque lo justifique con la idea del destino. El escenario de los sentimientos es resbaladizo, un laberinto de calles en donde puedes perder la visión aunque pienses que sólo pierdes de vista a la idea o imagen o representación, en forma de mujer, que se ha 'anunciado' como la dirección a seguir para que se constituya en centro y destino y residencia. En Jean Louis la palabra se hace cálculo, regleta de ideas preestablicidas ante la que las emociones y situaciones se ajustarán como piezas en un puzzle ya preconcebido. En el forcejeo que es, a la vez, tanteo, y sedimentación de sintonía, atracción y complicidad, que define la noche que comparten Jean Louis y Maud, en casa de esta, Jean Louis también forcejea consigo mismo: el propósito o la misión, determinada por la visión de una mujer (que aún no conoce), Francoise, interfiere y frena los impulsos, impide realizar la conexión que se perfila de modo manifiesto entre él y Maud. Cuando por fin los cuerpos se dejan llevar por lo que sienten, en ese estado de semi inconsciencia, entre el sueño y la vigilia, ambos juntos en la cama (aunque ella bajo las sabanas, desnuda, y él, sobre la cama, vestido, preciso reflejo de la forma de 'habitar', o relacionarse con, la realidad de ambos), Jean Louis se echa atrás y refrena lo que siente, y trunca lo que pudiera haber sido, lo que los hechos, el cómo ambos se sienten juntos, iluminaba como posibilidad real, sin predeterminaciones de proyecciones previas de aura de transcendencia. Y así quedará la sensación cuando llega el verano, el verano del tiempo escurrido, el verano cinco años después que parece ya de otra vida, de que se ha pasado de puntillas por la vida entre los diagramas y atavíos de la mente, sin haberse apercibido del aliento que latía bajo las superficies de quienes le rodeaban, especialmente Maud, quien quizá insinuó encrucijadas en su vida que no quiso ver, y que desperdició vivir.
'Mi noche con Maud' es el tercero de los cuentos morales de Eric Rohmer, y una de sus obras mayores. Particularmente, mi predilecta junto a 'Cuento de invierno' (1990). Probablemente la de narración más misteriosa, ya que es un obra en la que se habla mucho pero en la que se aposenta la sensación de que lo fundamental se narra o sugiere entre líneas, del mismo modo que el blanco y negro parece dotar, e impregnar, de una condición fantasmagórica, como la misma mente de Jean Louis está cautiva de fantasmas, de ideas (un círculo cerrado de ideales, de luz cegadora), de representaciones que son escenarios: no sabe, ni quiere, ver a Maud, como, en cambio, sí cree ver a Francoise (Marie-Christine Barrault, sin discernir que la ha investido con el modelo que persigue (en una iglesia es el escenario en la que le entrevé por primera vez; el espejismo de la idea sagrada).
A veces brota esa fisura (del pálpito de lo real) a través de un impúdico primer plano como cuando Maud narra la tragedia de su pretérito amor verdadero. Es ahí cuando empieza dejarse en evidencia sobre qué velos construimos nuestras vidas o relaciones. Y se manifiesta, insinuado con sutilidad, en ese cruce, cinco años después, en la playa, cuando se advierte los vínculos que unían a las dos mujeres, Maud y Francoise, en el pasado, y Jean Louis desciende a ras de suelo, advirtiendo que se había quedado en la orilla de la vida, preso de esa difusa idea con la que forjó a Francoise, como la materialización de un ideal ( y ahora percibiéndola desde otro ángulo, en su ordinario y trivial presente, como un cristal deslucido y grisáceo), cuando el cuerpo real de esa ilusión podría haber sido Maud ( o la ilusión que podía haberse descubierto en un cuerpo real).

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