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sábado, 19 de noviembre de 2016

Los exámenes

En las fotografías de acontecimientos especiales se requiere una sonrisa, un gesto que indica celebración. Claro que cada sonrisa contiene su historia. Quizá no se corresponda con lo que se siente, quizá el recorrido hasta ese acontecimiento ha estado veteado con circunstancias no precisamente armoniosas. Pero es importante la imagen que se proyecta, por encima de todo. Hace sentir que no se está en unos márgenes de carencias y frustraciones. Cada sociedad está compuesta de pequeñas corrupciones, esas que se consideran necesarias para permanecer con una sonrisa en la fotografía del acontecimiento. Se asume que no se corresponde con el ideario ético que se ha proclamado y que se ha intentado instruir a los hijos. Pero el umbral de permisividad se amplía con respecto a esas corrupciones cotidianas que se aceptan como inevitables, por lo que ya se califican de intrascendentes, como si fueran mentiras piadosas. Sino piensas que no pasas y apruebas los exámenes finales, sean cuales sean, los simbólicos o los literales. Hay que lograr estar en la fotografía, no fuera de ella como tantos otros. Es la asumida ley de la selva por aquellos que en algún momento de la vida lucharon por transformar el estado de cosas de la sociedad. No lo consiguieron, hincaron la rodilla, y decidieron unirse al enemigo porque no sólo hay que sobrevivir sino que hay que posibilitar que los hijos puedan disfrutar de las mejores condiciones posibles en vez de tener que resignarse como ellos a una vida de bajo rango, en sordina, una vida que no fue lo que se desearía, una vida de decepciones, concesiones y resignaciones.
El padre en 'Comanchería' (2016), de David Mackenzie, en vez de bajar la cabeza y resignarse, decide robar al banco que quiere sustraerle legalmente la propiedad familiar por no poder pagar la hipoteca para así poder abonar la cantidad requerida: es el reflejo de unos tiempos de embudo estrecho; es el gesto de una disidencia. Romeo (Adrian Titieni), el padre en 'Los exámenes' (Bacalaureat, 2016), de Cristian Mungiu, se acopla y adapta al entorno: decide optar por los atajos, busca las trampas, los tratos bajo mesa, los intercambios de favores, para asegurar que su hija, Eliza (Maria Victoria Dragus), logre aprobar los exámenes finales con la nota necesaria que asegure la concesión de la beca con la que podrá estudiar en Gran Bretaña. Romeo desea ante todo que su hija viva la vida que él no ha vivido. No quiere que se queda atrapada en un país, Rumania, que considera tanto un cautiverio como un sumidero. Un vacío sobre el que teme precipitarse definitivamente en cualquier momento. Quiere que logre fugarse, como es su secreto y truncado deseo. Reconoce que fue uno de tantos que quiso mejorar la sociedad, pero asume su fracaso. Pero a diferencia de su esposa, Magda (Lia Bugnar), que se mantiene a su ideario de integridad, aunque se haya resignado a su labor de biblioteca, vida reducida y triste en una casilla anónima como tantas otras cuya voz permanece inadvertida, Romeo parcheó su vida, por ejemplo con una relación paralela con una mujer mucho más joven, Sandra (Malina Manovici), sin que acabe de definirse, como quien se apoltrona en una situación cómoda, sin preocuparse de lo que una y otra realmente quieran y necesitan.
Se resiste, se revuelve, no por mejorar su circunstancia, sino porque quiere que su hija viva la vida que él desearía haber vivido. Por eso, acepta contradecir su ideario ético porque no quiere que la mala suerte trunque las posibilidades de su hija. No quiere que impida su realización que haya tenido que enyesar su muñeca porque ha sido asaltada por un hombre que intentó, infructuosamente, violarla,. No puede escribir como el resto, y no puede responder a todas las preguntas, y eso afecta su nota. El padre quiere que saque la nota que sabe que puede sacar por sus resultados durante el curso, quiere que saque la nota que se merece, y si el sistema no le da la posibilidad de contrarrestar ese handicap con unas condiciones favorables, decide utilizar el recorrido subterráneo de los intercambios de favores que propicien una ayuda externa a su hija. Aún más, en su obcecamiento de que su hija disponga del escenario ideal, o del ideal para él, sin considerar lo que su hija realmente desea, se empecina con la idea que quizá quien intentó violar a su hija fue el novio, como si de ese modo se quitara otro obstáculo para que su hija logre liberarse de esa realidad que le ha superado y asfixiado, incluso a su misma integridad.
Hay piedras que se lanzan a su ventana, o a su coche. Es una realidad hostil, tensa, cargada de una violencia que cuesta dotar de rostro, que quizá nunca lo tenga, como quizá no se sepa quién fue el que asaltó a su hija o quién lanzaba esas piedras. Es una realidad que aboca a la indefensión, a sentirse un perro callejero que quizá sea atropellado en cualquier momento por un coche, como aquel que golpea con el suyo Romeo, como aquel sobre cuyo cadáver llora en la noche mientras la luz de su linterna tiembla como sus sollozos. Se siente como ese perro. Pero Romeo no quiere que su hija sea atropellada por la realidad, no quiere que se convierta en una mujer de gesto triste, apagado, como su esposa. No quiere que su luz sólo sean lágrimas que tiemblan por los sueños que no hizo realidad. No quiere que sea él. Quiere que sonría en la fotografía. Claro que no imagina que, a veces, unas lágrimas son suficientemente persuasivas para conseguir el deseado favor sin necesidad de extraviarse en lodazales donde traicione a aquel que tiempo atrás soñó con mejorar una realidad que él ahora ayuda a seguir degradándose con una palada más de las pequeñas corrupciones que no dejan de enterrarla con la apatía, la resignación, la conveniencia, el cinismo y las múltiples justificaciones.

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