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lunes, 24 de agosto de 2015

Mientras seamos jóvenes

La sombra de Woody Allen es alargada aunque él sea más bien menudo. El cine se constituye, y más con el tiempo, de reflejos, pero a veces son un tanto deslucidos. En 'Y tú de repente' (Trainwreck, 2015), de Judd Apatow se reutiliza una imagen icónica del cine de Allen, la pareja sentada en el banco frente al puente (Queensboro bridge), de la película 'Manhattan' (1979). El gag, ella realiza una felación, define el trazo grueso de la película, y la imagen que remite a otra imagen define la sobreabundancia de referencias ( a series, películas) que surcan su desarrollo narrativo porque una parte consustancial de la relación con la vida (cada vez más virtualizada) es referencial (y el espectador y el creador cada vez confluyen más, o este remarca cada vez más que lo ha sido), y la referencia, la imagen que remite a imagen, deriva en una oda a la convención. En cambio, hay reflejos que al menos son más indirectos, porque se buscan otros ángulos, y plantean una reflexión sobre la misma condición de la realidad como dinámica de reflejos, sobre la falsificación y la autenticidad en nuestra sociedad. En 'Mientras seamos jóvenes' (While we're young, 2014), de Noah Baumbach, Josh (Ben Stiller), el protagonista realiza un documental, como lo hacía el personaje de Woody Allen en 'Delitos y faltas' (1989). En'Hannah y sus hermanas' (1986) el protagonista se preocupaba sobre su muerte que ya cree probable e inminente, cuando teme sufrir un cáncer cerebral, en este caso Josh se preocupa por su decadencia, porque ya es alguien con artrosis aunque no imaginara que se podía padecer con cuarenta y cuatro años.
No es la interrupción lo que teme sino el deterioro, y se enfrenta a la consciencia de que ya no es alguien con proyectos, como cuando se es joven, pero aún así es alguien todavía en proyecto, porque lleva grabando y montando ese documental desde hace diez años, un documental sobre un intelectual izquierdista, cuya duración se ha extendido hasta lo disparatado, ya que nada quiere cortar. Josh se ha estancado. No consolidó su carrera creativa tras un primer documental que fue recibido con admiración, un documental que cuestionaba las élites del poder político militar, senda en que quiere seguir desentrañando a través de las reflexiones del intelectual, de modo tan exhaustivo en su búsqueda de la precisa visión de conjunto que se ha visto abocado a la falta de medida, paradójicamente a la imprecisión. Quiere abarcar tanto que se desenfoca en el mismo proceso. Por lo tanto, su vida más bien parece truncada. Está en una circunstancia intermedia, suspensa, entre la consciencia de lo desperdiciado y la obcecación por lo que aún podría generar pero no logra perfilar, entre la indecisión, la indefinición, y el impulso de crear que no ha menguado, aunque dé vueltas alrededor de sí mismo desde hace tiempo. Y esa indefinición aún sigue dominándole como refleja el hecho de que se ciegue con un reflejo, el reflejo de su juventud, la juventud que podría haber sido, porque representa determinación, la que a él parece faltarle, la actitud que sí lleva con decisión a cabo los proyectos.
Y como aún no la ha asumido se ofusca en querer sentirse joven a través de la amistad y complicidad con alguien casi veinte años más joven, Jamie (Adam Driver): un sombrero se convierte en su reflejo objetual, en el fetiche de una ilusión. Porta un sombrero de fieltro como él, e intenta actuar como él, o recuperar la sensación que actúa como él, como alguien que puede generar 'realmente', de que vive de nuevo 'afuera', no en esa reclusión en que se había convertido su relación de pareja con Cornelia (Naomi Watts), una relación satisfactoria pero enquistada en una vida sedentaria de vida hogareña, con escasa vida social, que había determinado que se apartaran de la realidad, como quien se detiene en el arcén. Y Josh se ve entre lo que podría terminar de ser, la pareja de amigos que van a ser padres, como definitivo apuntalamiento de esa estabilidad que parece ya inmovilidad, y lo que aún podría ser, a través esa pareja joven que vive aún en una realidad no perfilada del todo, entre cierto revitalizante caos, aún en proyecto y prueba. Pero todo reflejo puede ser un espejismo, reflejo del propio autoengaño, de lo que se niega a ver en sí mismo para recuperar de verdad una determinación que no sea un sucedáneo, una falsificación, porque ya no es joven fisicamente, y porque debe tomar decisiones con su trabajo, no demorarse más ni quedarse suspendido en un proceso atascado en un bucle. Como con su obra, debe dar a su vida unos cortes que no se atreve a dar, porque la vida, además de generar supone cortar y desprenderse. Aquel reflejo, Jamie, es falso, por eso se enerva cuando descubre que su proyecto de documental, en el que le estaba ayudando, y que había hecho pasar por revelación espontánea, estaba ya predeterminado como una escenificación. J
Jamie es alguien que todo lo graba, un ojo que todo lo mira como si fuera una materia para ficción aunque sea un documental, porque entre documento y ficción se diluyen las fronteras pero no como transgresión e interrogante (como la obra que cuestionara sus límites) sino como confusión y enajenación (la no distinción que hace prevalecer la escenificación o lo ficcionalizable): ya no se distingue cuándo se es 'ser escénico' y cuándo no. Josh se enerva porque Jamie le convierte en parte de una ficción, como otro reflejo más de esta cultura de la virtualización conectada a pantallas (como la mirada adherida a la pantalla de los móviles, emblema ya de nuestro tiempo, como evidencia el bebé dominando con desenvoltura las teclas del móvil en la secuencia de clausura). Pero también se enerva con el reflejo de sí mismo, porque hay en él un exceso de celo en su exigencia de autenticidad que le había hecho perder el paso en la consecución de su labor creativa, y había perdido el foco de la perspectiva, anegado entre abstracciones y ambiciones intelectuales. La realidad no es un plano en potencia, una secuencia posible, ya la ficcionalizamos lo suficiente con nuestras vicisitudes cotidianas que no dejan de ser combinación de dramatizaciones entre lo consciente o lo inconsciente.
La mirada se puede perder en sí misma cuando quiere desentrañar la realidad hasta el último resquicio, como en el otro extremo se puede convertir en un simulador que se relaciona a través de potenciales ficcionalizaciones que parecen reales, documentos, porque la realidad es 'materia de grabación' en potencia, materia y referencia para una escenificación (y ser proyectada, publicada). Y el contacto con lo real se difumina cada vez más porque la mirada se ve abducida de modo más acrecentado por la caverna platónica de las variedades de tamaños de las múltiples pantallas que constituyen una relación con la real cada vez más referencial y virtual. El destino de la experiencia parece ser convertirse en imagen, en la imagen que certifique, o magnifique la vivencia, como ya se piensa en el comentario que se hará en las redes sociales de lo que se vive: nuestra vida es protagonista ante el ojo de una cámara, como los espectadores que saludan a la cámara que recorre el público en un evento deportivo: por un instante son 'visibles', son protagonistas de la vida: la disponibilidad de tantas cámaras amplifica esa posibilidad. Ya muchas veces la propia vivencia se realiza pensando en su posterior representación, en que la grabación que será contemplada por otros, como quien actúa pensando en potenciales espectadores: por lo tanto, la vivencia es una escenificación. Ya se piensa en la vivencia, en la acción, como 'materia' de una 'película' (de su visualización), por lo tanto, lo real se diluye cada vez más con la mediatización.
Y por eso, como se refleja en Y tú de repente, quizá la mujer que no se ajusta al modelo convencional, que no le gusta el deporte e ignora quiénes son las estrellas de la NBA,y folla con muchos hombres, acaba bailando como una cheerleader en una pista de baloncesto para demostrar al hombre que ama que puede adaptarse a la 'pantalla referencial' de su mundo, aunque suene más a capitulación y plegarse al orden establecido de las convenciones que a un proceso de maduración emocional para saber comprometerse con otro. Hay dos comedias en Y tú de repente que no convergen, una cuando aparece en escena Tilda Swinton, y sólo aparece en media docena de escenas, como un soplo de distinción en un marasmo prosaico, una gracia histriónica que remarca la poca inspiración del resto de componentes que son quienes dominan la otra prescindible comedia que suena a refrito de refritos. A Apatow le habían achacado que en sus obras sólo parecía plantear una perspectiva masculina, y sus personajes femeninos definirse por su condición de complementos o pantallas. En este caso, la guionista es mujer, a la vez, la protagonista, Amy Schumer (quien por lo que parece se ha convertido en la nueva esperanza de la comedia estadounidense), pero no difiere mucho de lo visto en anteriores comedias de Apatow. Más de lo mismo, y con mucho sabor rancio. Y nada que ver con la perspectiva femeninas, carente de complacencia por otro lado, de las dos mejores obras de Baumbach, las excelentes Frances Ha (2012), que sí sabe oscilar, a diferencia de la de Apatow, entre la comedia y el drama, co escrita con la protagonista, Greta Gerwig, y Margot en la boda (2007), obra de matriz bergmaniana, con cuya sombra alargada de influencia coincide también con Allen.

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