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lunes, 1 de septiembre de 2014

La llave

Hay quienes necesitan remolcadores para recuperarse de sus naufragios sentimentales. No sólo uno, quizá varios. Reemplazos, sustitutos que cubran un vacío, lentas suturas que necesitan largo tiempo para cerrar una herida. Puede valer un mismo uniforme, aunque sean diferentes rostros. Ayuda a amortiguar un recuerdo, el vértigo de un remolino de dolor, la pérdida de quien se amó y ya sólo puede ser fotografía, imagen, reflejo en otros uniformes que portan otros cuerpos. Aunque a veces, un gesto, un beso en el cuello sea una grieta en la ilusión que abra de nuevo la herida. Confunde los tiempos, y el cuerpo presente se desvanece en el rostro recordado y ya perdido, porque la herida aún late como un grito desesperado que no ha podido calmarse. Hay naufragios que se prolongan durante años. Y puede ser arduo encontrar la llave que abra la cerradura de un corazón encostrado. Hay dos números en la puerta, pero uno siempre se cae, porque resulta difícil encontrar ese equilibrio con ese uniforme que porta otro rostro que no es aquel que yace ya en una fotografía. En La llave (The key, 1958), de Carol Reed, con guión de Carl Foreman (adaptando la novela de Jan De Hartog, Stella), hay, como en otras miradas en el cine de Reed, una mirada ajena que contempla fascinado e intrigado a otro u otra, una pantalla de realidad que no logra definir, o que quizá sublima. Es una mirada que irrumpe en un escenario que desconoce, en el que no sabe cómo maniobrar. El capitán Ross (William Holden) es destinado a una base inglesa, en los meses previos a que se produjera la intervención estadounidense en la segunda guerra mundial a raíz del ataque a Pearl Harbor. Hace diez años que Ross no capitanea un remolcador. No domina esa dinámica, y se siente torpe. Usa incluso una pipa en las primeras maniobras como apoyo escénico, como si le ayudara a sentirse más firme en su papel de capitán, y a transmitir a los demás que domina la situación. En sus labores de salvamento se enfrenta a la posible pérdida de su vida, sea por el ataque de aviones o de submarinos que han agredido el barco inglés que necesita ayuda. Esa torpeza de maniobra, ese desconcierto, como esa incertidumbre de peligros, también los siente en tierra firme, que no siente precisamente firme, cuando sienta atracción por la compañera sentimental de su amigo Chris (Trevor Howard) también capitán de remolcadores.
En las primeras secuencias se introduce cierto desequilibrio a través de los encuadres, y se prolonga, como extrañeza, a través de gestos y miradas (conjugado con los turbadores acordes de la música de Malcom Arnold) cuando Ross conoce a Stella (Sofia Loren), con quien Chris comparte piso y relación. Su desconcierto es manifiesto cuando aprecia la fotografía de otro hombre sobre el aparador, y el nombre de un tercero en un uniforme que le prestan. La llave en cuestión es el testigo que se pasan los hombres que ocupan la posición en ese hogar, en la relación, del hombre que murió un día antes de casarse con Stella. Una sucesión de sustitutos que ejercen una tarea de salvamento. Un hogar precario, provisional, porque también los reemplazos mueren. Chris es el tercer capitán de remolcadores, el segundo reemplazo de una figura que Stella no ha podido olvidar, porque aún vive entre el pasado y el presente. Aun pronuncia su nombre sin darse cuenta de que se lo dice a Chris. Y se lo dirá también, más adelante, a Ross cuando este bese su cuello en la ventana, como si ella recordara un gesto, un beso, que le dio aquel hombre que murió un día antes de que se casaran.
En la narración se conjugan las dos vicisitudes, o procesos de discernimiento de una situación, y el dominio de unas maniobras, que vive Ross. En el mar, en los salvamentos de los barcos, evitando perder la vida ante los ataques de los alemanes, y en ese otro incierto y desconcertante océano de emociones en el que se confunden encontradas emociones antes de que se decida a sumergirse. De la misma manera que prueba el barco y realiza variadas maniobras, adelante, atrás, en círculo, para conocer las cualidades del barco, también lo hará con respecto a Stella, aunque, en ese caso, será un proceso algo más complicado. Es una mujer que algunos consideran proveedora de mala suerte para los hombres. Es una mujer particularmente deseable, lo cual acentúa la inseguridad, como también el hecho de que parece añadida al piso, un mueble más, como alguien que vende su cuerpo a quien sea a cambio de que la permitan alojarse en el piso.
Del mismo modo que en la superficie del mar no se sabe dónde o cuándo puede surgir un submarino, Ross no sabe descifrar ese rostro, aunque la mirada de Stella sea un manifiesto pozo de pesadumbre. Parece que mirara su espalda, esa maraña de representaciones que él proyecta. No sabe si aceptar esa extraña situación que le convierta en relevo, porque también le hace sentir otro más. Pero al mismo tiempo se siente atraído hondamente por ella, impulsado a buscar y discernir su rostro en esas cenagosas corrientes que en buena medida son sus ofuscadas proyecciones. En la habitación que comparte primero en el hotel se lee una frase en la pared: Hay una vieja creencia que en cierta lejana orilla lejos de la desesperación y la pesadumbre algunos amigos se encontrarán una vez más. Esa posibilidad comenzará a perfilarse como orilla que alcanzar con el progreso de la convivencia. A medida que domina su labor como capitán en el barco, va logrando perfilar el rostro de Stella. Logra comprenderla, aprehender el peso de ese pesado, sus particulares minas, como las que van a la deriva en el mar, que aún porta como heridas no cerradas. Y él a su vez, para Stella, comienza a perfilarse como el rostro que puede lograr cauterizar aquella herida, y convertir de verdad a aquel otro rostro del pasado, cuyo recuerdo permanece aún como imagen fotográfica, en un submarino que se logra hundir sin que vuelva a asomar su nombre con otro rostro. Pero Ross lo comprende, demasiado tarde, cuando advierte otra herida en su expresión. Comprende que ella hubiera llorado su muerte, pero que le ha dolido casi tanto que hubiera cedido la llave a otro cuando pensó que no volvería de la muerte. No había comprendido que la llave que ella necesitaba era él. El humo de sus ofuscadas proyecciones interfirieron en que su amor navegue hacia un despejado horizonte. La excelente banda sonora de Malcom Arnold

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