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miércoles, 17 de septiembre de 2014

La bailarina

El sueño frustrado quizá más bien era una excusa para vivir. Namiko se lamenta de que la guerra interrumpiera y frustrara la aspiración de su hija, Shinako (Mariko Okada), de convertirse en bailarina. Pero era también, incluso de modo más acusado, la transferencia con la que contrarrestar su frustración por una vida supeditada a la de otros, a la de sus hijos, al de un matrimonio insatisfactorio con Motoo (So Yamamura). Su vida ha sido durante veinte años un escenario. En la primera secuencia de 'La bailarina' (Maihime, 1951), de Mikio Naruse, adaptación de una novela de Yasunari Kawabata, un sobresalto ya indica una fisura en un escenario de vida que comienza a tambalearse. Namiko (Mieko Takamine) es espectadora en un espectáculo de danza. Súbitamente, la alteración la domina y siente el impulso de abandonar el teatro, el escenario, seguido de Takehara (Hiroshi Nion'Yanagi), el hombre que ama desde hace veinte años. Así ha sido Namiko durante ese tiempo, una espectadora y a la vez una actriz en una representación, siempre en la distancia. Y el tiempo ha discurrido como una cinta corredera, como si hace veinte años fuera ayer y hubieran permanecidos suspendidos '¿Por qué no me dijiste eso hace veinte años?' le espeta Namiko a Takehara. Un amor que no fue, que no pudo ser, que no dejaron ser, y ella relegó sus sentimientos a una vida abnegada a su familia. Ahora es instructora de danza, pero no baila con sus emociones, o estas comienzan a sublevarse, extendiendo las fisuras que rasgan un telón, un escenario que ya asfixia desde hace tiempo. Namiko comienza a dar bocanadas como quien necesita coger aire, necesita recuperarse, recordarse. Como se dice en la escena de la cena en la que se desnudan las insatisfacciones y se escupen los reproches, no es una familia, no es un conjunto armonioso, sino cuatro personas cada uno con su mundo, con su soledad, cada uno con un ángulo que anhela que no se rompa ese conjunto que saben roto desde hace tiempo.
El primer tramo de la obra se modula sobre el recorrido de esa fisura dilatándose. Se orquesta sobre esa insinuación de una vida subterránea, hasta ahora retenida, una vida frustrada suspendida en su promesa, un absurdo que lo hace más doloroso, porque Namiko y Takehara siguen viéndose, sin que ella rompa con su escenario de vida, o vida escénica, ni consoliden su relación, como si viviera en una especie de indefinida vida intermedia, un limbo en el habita una vida en la que no es pero no logra realizar la vida que desea ser. Ya que quizá ha vivido cautiva de los reflejos, como insinúa ese encuadre en el que ambos están reflejados en un espejo en la escuela de danza. Namiko huye de un escenario, pero es sólo una fuga, un espasmo, una pez que boquea. El peso de una tradición se advierte en el contrapunto de otras figuras femeninas que reconocen que desean entregar su libertad. Tienen asumida, por la imposición de una cultura, esa realización en la abnegación. Namiko forcejea en su interior con ambas tendencias, con la sublevación y la abnegación. Por eso impulsa a su hija a que no pierda el tren de los sentimientos, y no vacile con el hombre que ama. Literalmente, le insta a que coja un tren para que vaya a verle, y de este modo no propicie que se convierta en una relación interrumpida o frustrada, de la que luego se arrepienta.
La narración se modula con cautivadores movimientos de cámara. Algunos abren y unen, como el que parte de la madre, y al abrirse el campo añade a los hijos, concretando sus palabras de que su vida ha sido supeditada a la educación de sus hijos. Es una apertura que evidencia una clausura en vida, y a la vez una unión firme con ambos. La cámara se desplaza en un movimiento envolvente encuadrando sólo a la hija y a su novio, dejando fuera de cuadro al antiguo maestro de danza que acabó como conductor de autobús, y que justo expira tras decir que no deje de bailar; es un movimiento de muda vital que propulsa la determinación de Shinako para que se desprenda de sus vacilaciones. Y movimientos de cámara que se acercan a los personajes, que afirman y apuntalan sus emociones, o evidencian su soledad, su separación; esa diversidad de emociones contrapuestas, de ebullición de emociones, se manifiesta en la extraordinaria secuencia final, sucesión de movimientos de cámara, como una coreografía de contradicciones, en el reencuentro de marido y esposa, en el decorado de la escuela de danza, un espacio que parece un escenario, ya que parece, sutilmente, remarcado el artificio, con lo que se culmina el círculo en la narración (dos personajes que se miran, como quien mira un territorio desconocido, después de haber vivido veinte años en una distancia de relación en la que eran espectadores). Se conjuga emoción, porque ambos, durante el relato la han expuesto al otro, y se certifica la predominancia del escenario social. Nunca el cine de Naruse ha estado tan cerca del de Ophuls.

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