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jueves, 12 de julio de 2012

Secuestro en Londres y Crimen al atardecer

Hay ocasiones en que resulta oportuno ( o más revelador) enfocar dos obras a través de su guionista, como es el caso de Janet Green, cuya último colaboración fue en el guión de la última obra de John Ford, Siete mujeres (1966), no por una cuestión de autorías, sino porque las películas en cuestión, dos producciones británicas, Secuestro en Londres (Lost, 1956) y Crimen al atardecer (Sapphire, 1959), destacan por compartir ambas guionista (de la primera, incluso, argumentista), ser ambas dos policíacos rodados en color, con parecida aplicada funcionalidad (con ese grato aire de película a disfrutar arrebujado junto a la lumbre en una nublada tarde de invierno), aunque dirigida por dos cineastas distintos, Guy Green (esposo de Janet) y Basil Dearden, respectivamente ( y por lo tanto, dos obras prototipo de este género en la producción británica en aquella década; recuérdese también la singular, y más estimulante de lo que se le ha reconocido, aportación de John Ford, Un crimen por hora, 1958).
La primera colaboración de Janet Green como guionista fue con otra obra, en parecidas coordenadas genéricas, que comenté hace poco, la también interesante Trágica obsesión (1950), de otro cineasta artesano/narrador, en cierto grado intercambiable, Ralph Thomas. Sería la autora de la obra en que se basa Un grito en la noche (1960), de David Miller, y escribió el guión de otros policíacos, pero también el de The gipsy and the gentleman (1958), de Joseph Losey. En ambas obras resalta la figura del policia, sobrio, firme y ecuánime, el inspector Craig ( David Farrar), en la primera, y el superintendente Hazard (Nigel Patrick) y el inspector Learoyd (Michael Craig), en la segunda. No faltan los rasgos de humor (sobre todo, en la primera, con las ironías sobre el temperamento de Craig), insertados en una narración que fluye armónicamente con ajustada distancia ( como si aplicara los modos del procedural noir), aunque no faltan apuntes más tenebrosos o crispados, sobre todo en la de Dearden, consecuente con esa atmósfera retenida, turbia, de tensiones raciales ( o más bien xenófobas) que se destapan a partir de la investigación del asesinato de una chica que parecía blanca (porque ante todo ella se había esforzado en parecerlo para ser aceptada en otros ámbitos sociales más privilegiados, al tener una tez no tan oscura).
La obra de Dearden fue una obra que abrió compuertas atascadas en su momento (recientes los violentos altercados de enfrentamientos raciales) al incidir en los conflictos aún existentes por una xenofobia tanto manifiesta como contenida (esa de yo no discrimino ni tengo en menor consideración a los de otra raza, pero que estén lejos de mí o que no se casen con mi hijo), sin complacencias ni tampoco incurrir en el maniqueo y reductor victimismo, evidenciando las contradicciones, dobleces, hipocresías, arribismos y mezquindades de los distintos ambientes sociales. Dos años después, Dearden con la colaboración de nuevo de Green en el guión abordarán la heridas abiertas con respecto a la discriminación y no aceptación de la homosexualidad, en Víctima (1961), que me parece la mejor obra de Dearden (entre las que conozco), y en la que se utilizó explícitamente por primera vez el término homosexual. Esa impronta de abordar el thriller o el policíaco combinándolo con la cuestionadora radiografía social, ya estaba presente en otras dos estimables obras previas I believe in you y Barrio peligroso (1958), con una mirada flexible, comprensiva, sobre, respectivamente, la rehabilitación y la delincuencia juvenil. Secuestro en Londres no incide de un modo tan directo y explicito (hurgando en la herida) en la radiografía social, pero sí de modo más esquinado, más abstracto, una atmósfera inestable en la sociedad inglesa, como si la estabilidad se hubiera perdido (quizá secuestrada, quizá robada, quizá simplemente 'asesinada'), como ocurre con el bebé de año y medio de dos, significativamente, extranjeros, estadounidenses.
Esa incertidumbre sobre qué ha ocurrido al niño es de los aspectos más sugestivos de la narración, la incógnita sobre qué querrá quién se lo haya llevado, y qué ha hecho o hará con él. La narración se convierte en un laberinto con múltiples callejones sin salidas, en dos direcciones, no sólo la de la investigación policial sino la que los padres realizan, desconfiados de la eficiencia de los policias. No llega a alcanzar esa cautivadora tenebrosa atmósfera de misterio de la esplendida A 23 pasos de Baker street (1956), de Henry Hathaway, o la turbiedad emponzoñada de Plan siniestro (1964), de Bryan Forbes o El rapto de Bunny Lake (1965), de Otto Preminger, también vertebradas sobre el secuestro de un infante, pero no dejan de destacar secuencias impregnadas, de un modo soterrado, de una inquietante inestabilidad, sobre todo relacionadas con las frustradas indagaciones de los padres (la niña mentirosa y esa casa cuyos recovecos, como el de las vias entrevistas, parecen rezumar extravío; la casona en el campo cuyo interior parece segregar sombras, o quizás sean las de la desesperación de los padres; o el enfrentamiento nocturno, en un bosque apartado, con los que les han pedido un rescate). No deja de ser elocuente que la resolución de un conflicto que cada vez pende de modo más acusado sobre el inestable filo de lo incierto tenga lugar junto a un acantilado.

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