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miércoles, 11 de julio de 2012

La colina de los diablos de acero

Photobucket ‎'Cuéntame la historia de un soldado de infanteria, y te contaré la historia de todas las guerras'. Con esta frase se inicia la magistral 'Men in war', 1957 (¿a quién se le ocurrió traducirlo como 'La colina de los diablos de acero? ¿no tienta realizar una película sobre tal personaje cual Ed Wood de los 'tituladores? y otro enigma que no deja de corroerme ¡¿dónde salen los dichosos diablos de acero?!). Ya la frase y título nos anuncian, e indican, que nos vamos a sumergir en el arquetipo, en la experiencia prototípica, en la raíz o entraña de la vivencia de la guerra, en su esencia, la que se trasluce en el rostro de los hombres en guerra que son todos los hombres en tal circunstancia, como 'Hombre del oeste', lo era con semejante mito/arquetipo de su también 'despojado' título. 'El batallón no existe, el regimiento no existe, El cuartel general no existe, Los Estados Unidos no existen, ellos no existen', son palabras del teniente Benton (excepcional Robert Ryan), en los últimos pasajes de este calvario, que asemeja a una alucinación que parece negación de vida, de razón, por unas tierras más áridas, pedregosas, quemadas por el sol, un paisaje mineral en el que no parece brotar vida (aunque haya quien intente ponerse unas flores en su casco, para, precisamente, morir a continuación). Es un paisaje tan deshabitado, despojado, como el lunar del último tramo de 'Hombre del oeste', como si representar la esencia de la naturaleza humana confrontada sus sombras comportara el vaciamiento. La violencia del ser humano se refleja en su vacio, en un origen mineral. 'Hombre del oeste' parecía hilvanada con componentes del cine fantástico y terror ( la irrupción del extraño, la 'aparición' de lo insólito, la casa en medio de la nada en el campo de resonancias de castillo gótico) derivando hacia la ciencia ficción, ese pueblo abandonado en aquel paisaje mineral lunar en el que los personajes se revelaban como fantasmas, o el héroe enfrentándose a sus fantasmas, a su raíz siniestra, a las sombras de las que también está hecho. No hay inocencia primigenia. Photobucket Photobucket El inicio de 'Men in war' asemeja a otro escenario de ciencia ficción, ese difuso paisaje entre humaredas, donde metal, piedra y carne se confunden, con soldados desperdigados entre la maleza y los hoyos, como figuras que no se sabe si están dormidas o despiertas, ( A Benton le despiertan, y él pregunta, casi con desesperación, ¿por qué me despierta? y le contestan que él había indicado que lo hicieran a esa hora), vivas o muertas (un sargento zarandea a un compañero que cree dormido para que le releve en la vigilancia, pero está muerto, acuchillado). Los personajes parecen al borde de la asfixia en este desacogedor paisaje abrasado. La irrupción de lo anómalo es la irrupción de la anomalía que es en sí la guerra: un jeep en el que viajan un coronel (Robert Keith) enmudecido, de mirada extraviada, atado al asiento; es el rostro de quien ya ha 'desertado' de ser guía y orientación, porque no la hay ya donde sólo rige el caos, ese que representa, y que domina quien le asiste y protege (al que llama 'padre', como si fuera su creador), el sargento 'Montana' (Aldo Ray), aquel que, como señala Benton, 'tiene siempre razón', porque su brutalidad es parte del mismo paisaje, el que les rodea, el de la guerra; es otro mineral, es la guerra; Montana es el prototipo de perfecto soldado, el hombre con vocación guerrera, aquel que actua adecuadamente, el que sabe actuar por que no piensa, como cuando dispara a unos soldados americanos que no lo son sino coreanos. Cuando Benton le pregunta por qué les disparó, cómo sabía que eran coreanos si no les veía los rostros, Montana le dice que intuición, siempre hay que adelantarse a las situaciones, por si acaso. Benton no puede sino contestar que 'Dios les asista si tienen que ganar la guerra con gente como usted' (un Benton exhausto que ya no puede ni pensar, figura errante de la razón despeserada). Pero es así cómo se ganan, por que Montana es el 'hombre de guerra', el eficiente guerrero. No hay lugar para los otros rostros, los de las fotografías de los seres queridos, los rostros que además unen a los hombres más allá de los uniformes, los rostros que les humanizan, y los rostros que les equiparan, los rostros que evidencian el absurdo de un horror, la guerra. Photobucket Photobucket Los soldados transitan un espacio exterior, pero pocas películas tan claustrofóbicas, tan opresivas. Los personajes parecen 'encerrados' (como si no pudieran salir, como en 'El ángel exterminador'), cautivos en una prisión mineral (en otra dimensión, otro planeta), hasta sus desplazamientos parecen exasperadamente trabajosos, como si se desplazaran en una espesura ralentizada. El entorno es un continuo obstaculo, una amenaza persistente: el 'pasadizo' que tienen que sortear, de dos en dos, porque cada ciertos segundos lanzan tres bombas los coreanos ( aunque de repente, la frecuencia varía, la rutina se trastoca, no saben cuándo lanzarán las siguientes; ¿qué hacen?), o tienen que superar un campo de minas, y ya por último acceder a aquella colina 'numerada', que dominan los coreanos, una colina tan desoladora, inhóspita y terrible como la que da título a la también magnífica película, o inmersión en el horror de la guerra, de Sidney Lumet 'La colina' (1964). 'Men in war' es la inmersión en el grado cero de la guerra, por tanto, en una alucinación, en un desesperado asaje al horror, a la primigenia violencia mineral del hombre

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