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jueves, 26 de julio de 2012

El amor después del mediodía

El amor después del mediodía es como el ruido de un proyector que hace sentir que en la pantalla de tu vida hay 'Acontecimientos', no esa suspensión de tiempo que te enfrenta a un vacío, a unas carencias, cuando por unos instantes se corta el fluido de la energía de la vida ritualizada, de las rutinas, de los movimientos y tránsitos inerciales, de casilla en casilla. Algo así como esa buena lectura en la que te apoyas cuando viajas en transporte público, y tu imaginación se imbuye en otros mundos, sin que tener que enfrentarse al tránsito en sí, a los espasmos o turbina de pensamientos que te recuerden cómo es tu vida (expectativas, conflictos, frustraciones...). Frederick (Bernard Verley), protagonista de 'El amor después del mediodia' (L'amour apres midi, 1972), lee mucho. Es casi lo primero que sabemos de él (en casa, en el tren...). Su vida está 'establecida', no hay quejas ni lamentos con su vida marital con Helene (Francoise verley), profesora de inglés, cuya relación transpira armonía, complicidad, pero también, una vida 'apresada' en los rituales. Cada uno a su trabajo, él abogado, hasta que vuelven a verse a la noche. Photobucket Van a tener un nuevo hijo, y ese parece el principal 'Acontecimiento'. Su vida fluye en una inercia distendida, en una confortable distancia. Frederick encuentra en la fuga de la imaginación ese dispositivo que le haga sentir que quiebra esa rutina, del mismo modo que le complace que no coma a la misma hora de lo establecido, como si se saliera de la 'corriente' (lo que le complace menos es ver más gente de lo esperado a esas horas, como si hubiera más gente que actúa como él). Esa necesidad de sentirse diferente, distinto, en suma, excepcional, también subyace en sus fantasías con otras mujeres, fugas en el refugio de su mente, en la que especula con lo que pudiera haber sido o ser con otras con las que se cruza en su 'tránsito de vida'. En cierta secuencia proyecta en un sueño ese anhelo complaciente de sentirse deseado, de que no haya mujer que se resista a su hechizo. Significativamente, las que aparecen son las protagonistas de los tres anteriores cuentos morales, Haydee Politoff, 'La coleccionista' (1967), Francoise Fabian y Marie Christine Barrault de 'Mi noche con Maud' (1969) y Aurora Cornu, Laurence de Monaghan y Beatrice Romand (la única que le rechaza) de 'La rodilla de Claire' (1970). Y, también, significativamente, como surgida de un sueño,cuál aparición, recibe la imprevista visita de una antigua amiga que no veía en años, Chloe (Zouzou). Photobucket Esta irrupción en su vida trastoca los cimientos de la misma. ¿Qué es lo que quiere ella? Pero, también, si él se siente tan feliz con su pareja, ¿qué quiere de ella? En principio, no dejará de manfiestar cómo le suscita cierta incomodidad; incluso se lo transmite a Helene: elocuente el detalle de que Rohmer planifique la secuencia dejándole a él en fuera de campo, encuadrándole a ella. Por mucho que él diga o manifieste, ni él mismo sabe lo que le moviliza o quiere; ese mismo fuera de campo en él le supera. Esa relación con Chloe, con sus idas y venidas, con sus juegos y coqueteos, desapariciones y apariciones (Cómo le molesta a Frederick que ella desaparezca sin avisar durante un tiempo), no deja de ser un 'escenario', en el que ambos 'actúan', de modo más o menos conscientes, un escenario que es pantalla, con la que juegan, en la que proyectan, y que en su laberíntica deriva se va insinuando, o poniendo en interrogantes, cómo para ambos es más un 'escenario de fantasia' en el que contrarrestar otras faltas en su vida. ¿Ella está interesada por él? ¿Por qué juega él?. A él lo que le atrae es más el sentirse deseado, de sentir 'acontecimiento' (que hay alguna 'historia' en su vida, que 'anima' el tránsito de la rutina), el sentir esa tentación de lo posible, pero sin dar el paso en el último momento, en cierta variante de lo que exponía Kierkegaard sobre la seducción? Aunque si con respecto a Chloe es más incierto esa proporción de influencia en sus actos de lo consciente o inconsciente, en Frederick hay más de inconsciente, de no intencional; sus actos no dejan de contradecirle o ponerle a prueba, hasta que los reflejos le enfrentan a lo que es, y quiere, valga la paradoja, realmente. Porque es ante un espejo, cuando tiene ese instante de revelación, además en ese instante en el que por fin está a punto de consumar una relación sexual con Chloe, que le espera desnuda en la cama. Se mira en el espejo, cuando se está entresacando el polo y se 'recuerda' (como si despertara), con ese mismo gesto del polo en su cabeza sin sacarselo cómo jugaba con su hijo (realidad y sueño se entrecruzan). Photobucket Photobucket Cómo la realidad se confunde, como la mente de Frederick, se ejemplifica en los diversos desnudos femeninos, siempre de espaldas. En la secuencia en que nos presentan a Helene, ella está en el baño, recién salida de la ducha. En un momento dado, la au pair de su hijo sale del baño desnuda para atenderle. Y, por último, el magnífico plano en el que Frederick va deslizando hacia abajo la toalla que porta Chloe, hasta dejarla completamente 'descubierta'. Los velos de la fantasía de la mente dejan paso a la realidad expuesta, el sueño que puede tocarse, que puede 'realizarse'. Pero que no dejaba de ser un sueño, una 'imagen' de su fantasía, con la que ha 'rellenado' su vida, quizá para no afrontar lo que faltaba en la misma, o lo que se había atascado en la inercia de los rituales. Eso que surge doliente en la bella últimas secuencia cuando Frederick y Helene, exponen, por primera vez, lo que sienten, cómo queda manifiesto que ella no dejaba de sufrir en silencio por el inquietante fuera de campo del 'distanciamiento' de su marido (de la que había indicio en una fugitiva mirada que le echa ella en una cena ante su gesto distraido), cómo ella también sufría ese 'vacío después del mediodia'. Lás lágrimas afloran como los abrazos desgarran con su desesperación tanto silencio enquistado entre ambos. La cámara se desliza hacia la ventana, el cristal perlado de gotas de lluvia. Emociones que no se exponían, pantallas que interponían el vidrío de la distancia con la proyección de fantasías, mientras lo real se emborronaba tras ese velo que se extraviaba en espejismos.

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