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sábado, 5 de noviembre de 2011

El árbol de la vida

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Lo bello y lo sublime. Aun cuando sean las primeras palabras que vengan a mi mente cuando quiero condensar, como introducción de una nube de pensamientos, la experiencia de 'El árbol de la vida' (2011), de Terrence Malick, como cualquier otra, se quedan chatas, distantes ecos, vanas impostoras, deshilachados sedimentos, elusivo vaho del aliento. Mi previa toma de contacto había sido con la banda sonora compuesta por Alexandre Desplat. Poca música había escuchado tan bella, inmensidad hecha música. Cuando, ya inmerso en la oscuridad de la sala, 'aparecieron' las primeras imágenes de 'El árbol de la vida', la madre mirando por la ventana, ya estaba cautivado, 'envuelto' en su música. El resto fue un prodigioso trance. Creo que moví las piernas tres, quizás cuatro veces, durante sus dos horas y veinte. Una inmnensidad hecha música. Su cine es cruzar umbrales que pocos han transitado, o que pocos han logrado 'realizar'. Tarkovski, otro escultor del tiempo. Davies, Kieslowski, Ford. Es un cine hecho de gestos, acciones, lo pequeño y lo grande conjugados, uno residiendo en lo otro. El asombro. Es un cine al acecho, evocando la expresión de Rafael Argullol en su 'Sabiduría de la ilusión'. Su cine es 'Sentir', fluir en el sentir, abrir las conexiones con lo que nos rodea, con lo 'otro', y los otros, es el 'acto de realización' al que aludía Peter Handke, es una puerta a la empatía, a saber sentir la piel de los otros, del mundo, de las otras vidas. Capta el mínimo gesto, y logra captar su transcendencia, la transcendencia en lo efimero: una bandada de pájaros, como una danza su vuelo, en la inmensidad del cielo; padre e hijo tocando el piano y la guitarra a la vez; un gato aposentándose en el regazo de la madre ( encuadrada dese el interior del hogar; ella es el hogar; pero el hogar está 'herido', dolorido). ¿Cómo habitar la vida manteniendo el equilibro, sin perder el paso? ¿cómo construir sin que la vida se vea trastornada por la violencia y la destrucción? La construcción narrativa de 'La delgada línea roja' transitaba la de 'Qué verde era mi valle' (1941), de John Ford. La armonía, la sensación de unión, de conexión, de sentimientos pacíficos, de júbilo sensorial, de embriaguez, de sus primeras secuencias, de sus primeros minutos, se iba degradando por la tendencia del ser humano a no saber convivir con los otros, a priorizar la instituciones ( que distancia, separa), a la destrucción, a la disgregación. 'El nuevo mundo' (2005), proseguía este sendero de contrucción narrativa, de aliento vital. 'El árbol de la vida' parte de la sensación o sentimiento de pérdida, de extravío. Tras establecer un basamento conceptual, la djstinción sobre divinidad (transcendencia, armonía, conexión sin egos) y naturaleza (esta tiende a gustarse a sí misma, y a necesitar la corroboración o complacencia de otros), en el primer tramo se conjugan dos extravíos, en dos tiempos, uno concreto, la perdida, muerte, de un hijo. Los cuerpos de los padres se desplazan aturdidos, como si los pasos hubieran sido trastocados, la desolación rasga entre esquinadas elipsis, rupturas de eje, de raccords. ¿Cómo puede ocurrir algo así? ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene? ¿Cómo se puede habitar la vida cuando la vida te siega las entrañas? El otro extravío, es el que sentimos ahora, en esta sociedad que es abismo, engarfiada en la codicia, un mundo de cristal ajeno a los demás,reflejado con exquisita precisión a través de esa figura, sombra errante, que es el hijo mayor, Jack (Sean Penn), entre esos edificios de cristal, tan desiertos e inanimados e inhabitados coo el rocoso y pedregoso desierto en el que luego se desplaza, deambula; desplazamiento que es búsqueda en ese extravío, búsqueda de la raíz, conexión y conciliación, perdida. Presente y pasado se conjugan y aunan ( los cincuenta, en los que transcurre la acción, la infancia de Jack, ese tiempo sedimento de los desastres de ahora de este capitalismo depredador, sociedad de cristal, también reflejados con eficacia en 'Revolution road' de Sam Mendes.
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La naturaleza habla, o no habla, según se mire, en los prodigiosos diez minutos en los que somos testigos de los cuatro elementos, aire, fuego, tierra, agua; de la equivalencia entre lo grande y lo pequeño, las estrellas en el firmamento y las celulas en el interior de un cuerpo. Creación, la naturaleza no deja de crear, todo desaparece, se extingue. Pero también, la indiferencia de ese proceso. ¿Qué es la inmensidad de tu dolor para la inmensidad del firmamento, de las llamas del sol, de las corrientes de las aguas, para la inmensidad del paso del tiempo? Somos nada en esa inmensidad del tiempo y el espacio. ¿Cómo nos podemos creer algo, arrogantes? ¿Cómo podemos creer que somos el centro del universo, cuando nuestro inmenso dolor es una indistinguible minucia?. En los últimos planos de esta portentosa ruptura narrativa ( en los que vibra mayestática la música de Zbigniew Preisner), hay un momento de crucial significación, un instante de sobrecogedora belleza ( uno de los momentos más sublimes que he vivido en una pantalla), y que en ese instante, puede parecer irrelevante, como está dotado de un desconcertante y cautivador misterio: En la orilla de un rio, entre piedras, yace el cuerpo de un pequeño dinosaurio. Parece moribundo. Un velocirraptor se acerca a él. Por un breve instante no sabemos cómo va a reaccionar. Pone una de sus patas sobre su cabeza, e insiste en el gesto. ¿Es un gesto agresivo, va a rematarle?. No lo parece porque se marcha. ¿Es que era un gesto compasivo? ¿Qué significaba ese gesto?. Las palabras preguntan, pero en la emoción ha calado hasta el tuétano la intuición de la afirmación( ahí llega Malick como pocos cineastas logran: vuelvo a Kieslowski y su capacidad de hacer palpable las conexiones que son incógnitas, lo inasible, lo intangible, como lo asombroso del roce de una piel, de un rayo de sol, de la cal del techo cayendo tras lanzar una pelota). Ese gesto encuentra correspondencia en un gesto en las secuencias finales, el de Jack posando su brazo sobre el hombro del niño, de espaldas, que tiene parte su cuero cabelludo quemado por el fuego. La narración hasta entonces ha sido la corriente elétrica que uno esos dos momentos, esos dos gestos. Y dominada por su reverso, la preponderancia de nuestra parte reptil, la agresiva, una tendencia o inclinación visceral, esa naturaleza definida por estar centrada en un mismo, y que espera la corroboración y complacencia de los demás, representada en la figura del padre, encarnado por Brad Pitt. En las secuencias que se alternan con la del gesto de Jack al otro niño, el padre se ha enfrentado a otra dolorosa revelación: Era alguien frustrado porque no se había realizado en la vida ( no logró ser músico), y porque no había asimilado que era nada, que era nadie. No aceptarlo derivó en que actuara contrarrestándolo afirmandose en su particular feudo, su familia, en la que podía sentirse Señor que controlaba y dominaba el universo, marcando rigida y estrictamente las reglas, penalizando cuando se le contrariara. Así negaba su sensación de sentirse Nada en ese escenario creado en el que se adjudicaba la posición de demiurgo, juez y taumaturgo. Y de ahí, de esa ajenidad, de ese planteamiento de habitar la vida como un escenario en el que situamos a los demás como replicas que nos deben complacer, responder adecuadamente al guión que nos obcecamos en marcar, surge y brota la violencia, la agresividad ( aquí fluye la conexión con Davies y su excelsa 'Voces distantes'). ¿ Y cómo responder ante tal actitud que marca nuestras vidas,que pretende regirlas, modelarlas, cuando está definida sobre el sinsentido, el obtuso e inflexible capricho irracional? Son sobrecogedoras las secuencias que plasman, reflejan, el extravío en el que se va sumiendo el hijo mayor, Jack, cada vez más distante, separado de su padre, incluso anhelando su muerte. Cómo llega a enajenarle, en una deriva en la que, para liberar su frustración y rabia y dolor, hasta actúa como él: Esas dos secuencias, no muy distanciadas, con uno de sus hermanos, el que muere de niño, en la que juegan con la confianza, instándole, en una, a que meta el dedo en una lámpara, confiando en que no esté conectado a la corriente eléctrica, y la otra que ponga su dedo en el cañón e su pequeña escopeta, y en esta ocasión sí hay bala, y le hiere; le hace daño en suma (siente que le hacen daño, su padre, él hace daño: Llega a preguntarse, '¿por qué hago lo que odio, por qué no hago lo que quiero?'). El mundo se convierte en algo extraño, y se siente que se va a la deriva, desconectado, ya sea con los otros chicos, errando por las calles ( los juegos crueles de poner una rana en un cohete), que transpira esa desubicada sensación de qué hacer con el tiempo, o de que hay que hacer algo, y cómo se dejan tentar por la destrucción como resquicio de libertad, de sensación de control, de fuga de otros dominios ( la rotura del cristal), la sensación de que el resto de hogares no diverge del suyo ( testigo de otras discusiones a través de ventanas)o hasta con su propio cuerpo ( la formidable secuencia en la que entra en una casa ajena, la de una vecina, y husmea en sus cajones, y saca la lenceria, que le lleva a satisfacer su deseo, con el que no deja de sentirse después incómodo).
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Hay en ello un reflejo de esa distancia, de esa separación, incluso ya con su madre, a la que reprocha que se deje avasallar por el padre, una distancia con respecto a las emociones y sensaciones armónicas, constructivas, que representa la misma madre: La realización en la vida viene a través del amor (de entregarse a los otros) y el asombro. Te despreocupas de querer sentirte Alguien, Algo, y de sentirte Nada, Nadie, y en cambio procuras sentir a los demás, al mundo ( las hojas, el agua, la piel de un animal, la luz). Esa conciliación es la que refulge en las catárticas secuencias finales, conciliación con la sensación de pérdida, de extravío, no sólo la de la muerte ( la de los seres queridos, nuestra vulnerabilidad, nuestra finitud irreparable), sino aquella en la que nos sume este mundo de cristal que alimenta lo ajeno, el ensimismamiento, los abismos de querer sentirse Algo o Alguien que implica la negación y disolución de los otros, de la naturaleza que nos rodea. Esa disidente afirmación de vida que reside, se refleja, en la mirada sonriente de Jak adulto, en los ultimos planos, mirando a esos edificios de cristal. Aún hay confianza en lo posible, en que florezcan árboles de vida en este desierto que hemos construido. Esta obra excepcional, bella, sublime, que deja pequeños estos adjetivos, es su demostración. Aún podemos nacer de nuevo. Gracias, infinitas gracias.

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