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viernes, 17 de diciembre de 2010

La ley del silencio

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'La ley del silencio' (1954), de Elia Kazan, está marcada por una luz blanquecina, como esa luz de una mañana de invierno que te hace entrecerrar los ojos. Es una claridad engañosa, porque oculta una opresión. Al contrario que la luz que emana del rostro sin maquillar de Edie (Eve Marie Saint), esa belleza sin dobleces de cara lavada que hará abrir los ojos, inflamados de tantos golpes en el ring, como el corazón cerrado en un cinismo defensivo, de Terry (Marlon Brando). No es casual que el único hogar que veamos sea precisamente el de Edie. Terry se desenvuelve en ese filo que refleja esa casa de los gangsters en los lindes del puerto, entre espacios elevados, la azotea donde cuida sus palomas, y los sotanos, los de la iglesia, donde se reunen los estibadores de modo clandestino como intento de socavar el abuso de poder de esos parásitos, los gangsters, que se aprovechan de su trabajo. La resolución, su redención, no puede ser sino en esa casa 'parasitaria' de los gangsters, y hacer de ella un ring en donde de nuevo pueda recuperar la integridad que empezó a vender cuando se plegó a los tongos de los combates de boxeo que frustraron sus ilusiones y lo convirtieron en una marioneta al servicio de los opresores.
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'La ley del silencio' (On the waterfront, 1954) es una de las mejores obras de Elia Kazan, ya parte de la mítica del cine, en buena medida por Marlon Brando, en una de sus mejores creaciones. Especialmente memorable en la celebre, merecidamente, secuencia de la conversación con su hermano, interpretado por Rod Steiger (tan magnífico como Brando) en el coche, beneficiada por los imprevistos de rodaje, o la falta de medios, que hizo que pusieran una persiana veneciana en la ventana de atrás del coche, lo que incide en es atmósfera opresiva, y que explotará a partir de ese momento. Pero sin olvidar al excelso resto del reparto, Karl Malden, Lee J Cobb y Eve Marie Saint. Asi como la fabulosa iluminación en localizaciones naturales de Boris Kauffmann y la inolvidable música de Leonard Bernstein, cuyos acordes ya desde la secuencia de créditos sacude los nervios.

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