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lunes, 18 de marzo de 2024

La conversación

 

La realidad asemeja un tablero en el que las piezas parecen distribuidas de forma azarosa. Quizá sientas que puedes controlarla, quizás pienses que puedes descifrarla, como esa conversación que se está grabando en la primera secuencia de La conversación (The conversation, 1974), de Francis Coppola, y con la que se obsesionará Harry Caul (Gene Hackman), un técnico de sonido en tareas de vigilancia, en San Francisco, alguien que trama y configura su vida sobre otra vigilancia, la de la intrusión de los otros en su vida, la reserva. Harry establece distancias, suspicaz ante cualquier interrogante o intromisión en su vida. Le molesta que una vecina le haya dejado dentro de su casa un regalo por su cumpleaños, porque le preocupa que alguien tenga acceso a su casa, que tenga otra llave, que pueda controlar su correspondencia, su espacio íntimo. Le molesta que Amy (Terry Garr), la chica con la que mantiene una relación, le haga tantas preguntas, le incómoda, y se revuelve receloso. A ella le molesta estar siempre tan pendiente de él, de cuándo aparece o no. Su relación se quiebra, porque los dos estiran la cuerda hacia su lado. Harry es como un monje, parece que vistiera un hábito, ese vestuario de traje y corbata con una gabardina, que parece traslucida; transpira severidad, rigidez, alguien que se ha retirado en su interior, en su soledad acorazada. Sus sentimientos a buen recaudo, sin querer implicarse en su trabajo, como si los sentimientos sólo interfirieran, sin hacerse preguntas, cual mero técnico que realiza trámites con la vida y el trabajo. Pero no se puede controlar la vida, ni eres el centro de la misma, no eres el único que tiene las llaves, eres una pieza más, y la realidad hará burla de tus presunciones.

En la primera secuencia, ese plano de la plaza, que realiza con teleobjetivo con acercamiento de zoom a los que transitan por la misma, resalta la figura de un mimo que imita a los transeúntes, hasta que el encuadre se centra en uno al que sigue remedando su gestos, Harry. Ya un anuncio de lo que será el curso o deriva de la narración, de lo que hará la realidad con el controlador vigilante. Quienes componían el encuadre de su vida, las piezas que lo mantenían estable, empiezan a disgregarse, a contrariarle. No sólo Amy, sino su asistente, Stan (John Cazale), quien tras discutir con él se une a un rival profesional de Harry, Bernie (Allen Garfield). La realidad comienza a ser territorio movedizo, incierto, amenazante. Harry empieza a mirar su rostro, a preguntarse sobre sí mismo, pero opta por mirar hacia afuera, como si las respuestas, o las soluciones que busca pudieran estar allá afuera. Harry llama (Caul fonéticamente se asemeja a call, ‘llamar’) pero la realidad no contesta, o hay interferencias, comienza a ser inteligible, y además surgen los fantasmas del pasado, aquellos que motivaron que se convirtiera en una especie de monje de clausura, clausurado para el mundo, sin implicarse con nada ni con nadie, cuando un trabajo de escucha con éxito propició, como consecuencia, la brutal muerte de un implicado y su familia. Es como si se hubiera roto la escotilla que había puesto en su vida. ¿Y si sucede de nuevo? ¿Y si esa pareja que escucha pueden ser asesinados por facilitar la conversación que ha grabado?

Por esa emulsión de emociones ( y, al ser católico, la culpabilidad, ese resorte que obstaculiza el discernimiento ) que ofuscan su hasta entonces robótica objetividad de técnico, su percepción se altera, ya que le conducen a la especulación, a la interpretación de los signos de la realidad, a la inferencia de lo que implica el murmullo de la conversación de la realidad, y se apodera de él un prurito de intervenir en y con la realidad (en vez de ser un mero registrador o espectador como hasta ahora). Y la interferencia tiene lugar (en su mirada, pero también la que su acción, de intervención, provoca, como perturbación, en otros). La narrativa progresivamente se va empapando de una atmósfera enrarecida, en la que los espacios gélidos, desacogedores, incrementan esa sensación de aislamiento, de hostilidad, de desencuentro, de realidad que no se habita, como si la realidad (los espacios de la empresa que le ha contratado) y el interior de Harry (los espacios vacíos del almacén donde trabajan) se fueran confundiendo, y la realidad mostrara sus siniestras entrañas. Las superficies esmeriladas, como aquella a través de la cual entrevé fugazmente el crimen, definen su mirada emborronada, desamparada. La capa traslucida de su gabardina es la de un caballero que intenta enfrentarse a un dragón, al de unas instancias de poder, el de las corporaciones que se rigen por una barbarie disimulada en maneras corteses, apariencias impolutas, pasillos y oficinas que no dejan de ser distancias escurridizas; no deja de ser curioso que Harrison Ford repitiera como oficial subalterno en Apocalipse now (1979), una sutil forma de asociar ambas instituciones, o la entraña siniestra de ambas. La realidad, ese tablero de piezas, frases, que la mirada, el entendimiento, intenta desentrañar y combinar en un cifrado coherente, se revela como una imprevista y escurridiza urdimbre en la que resulta difícil advertir una pauta, o un centro. Es un caos ante el que no es posible ejercer un control, porque la realidad no dejará de burlarse de esa obsesión o compulsión. Las apariencias son arenas movedizas, porque hay otros hilos que interfieren en los propios, y a veces los cortan. No advierte que lo que toca es lo que busca. Y la mirada, desamparada, se queda en ruinas.

Aunque, al estrenarse pocos meses antes de la dimisión de Nixon, se asociara el argumento, por el uso de las escuchas, con el caso Watergate, el rodaje ya había concluido, en concreto en febrero de 1973, antes de que adquiriera resonancia en los medios ese caso. El mismo Coppola se quedó sorprendido con el hecho de que los equipos de escucha que usa en la película fueran los mismos que usaba la Administración Nixon para espiar integrantes del partido Demócrata. De hecho, el guion había sido escrito incluso antes de que Nixon fuera elegido presidente en 1969. Sí fue influencia determinante Blow up (1966), de Michelangelo Antonioni, una fascinante obra en términos semióticos, aunque cuestionable en términos cinematográficos, lejos, a mi parecer, de la excelencia de las obras que había rodado previamente Antonioni esa década. Es una obra mucha más sugerente por su planteamiento que por su materialización cinematográfica. Carece de la extrañación, de la turbadora atmósfera, que sí se logra en La conversación con el admirable uso de la luz y el color, obra de Bill Butler, tras reemplazar a Haxkel Wexler ya iniciado el rodaje, por diferencias creativas con Coppola (aunque algunas escenas se rodarían de nuevo, se mantuvo la secuencia inicial en la plaza). David Shire compuso antes de que se iniciara el rodaje la banda sonora, en la que destaca, sobremanera, su memorable tema principal con el piano como único instrumento. El brillante uso del diseño de sonido fue obra de Walter Murch, también coeditor, al que Coppola dejó mano libre durante la elaboración del montaje ya que estaba imbuido en la preparación de El padrino II (1974). Robert Duvall, que no aparece acreditado, interviene en escasas secuencias, en el tramo final, aunque su papel es importante en la trama, una figura de poder, como la que también encarnará en Apocalipse now.

viernes, 15 de marzo de 2024

El clan de hierro

 

Durante la primera mitad de El clan de hierro (The iron claw, 2023), de Sean Durkin, puede sorprender el tratamiento expresivo, formal, de la narración, dado cómo eran predominantes en sus tres excelentes obras previas, Martha Marcy May Marlene (2011), la miniserie británica de cuatro capítulos Southcliffe (2013) y The nest (2020), las atmósferas inestables con sutiles trazos impresionistas o las narraciones quebradas. Pero se comprende cuando cambia de modo radical el modo narrativo en la segunda parte, cuando la ilusión, que no deja de ser enajenación, se fractura con la serie de pérdidas que afecta a la familia Von Erich. En los primeros pasajes se expone el propósito de un padre, Fritz (Hoyt McAllany), que no consiguió el triunfo anhelado cuando fue luchador. Proyecta en sus hijos la materialización de lo que él no consiguió realizar. Inocula en sus hijos la persecución del éxito como realización. Un proceso de enajenación que ejerce como complemento del que desentrañó en la actitud comercial de Rory (Jude Law) en el escenario de las inversiones y especulaciones financieras en The nest. En aquella la enajenación encontraba su correspondencia espacial en una mansión, que ejemplificaba esa actitud extendida durante décadas de vivir por encima de las reales posibilidades. La importancia de la imagen que se proyecta. Un modo de vida que se define por lo virtual, lo ilusorio. En otro, es una metáfora elemental, pero precisa, un cuadrilátero. Una enajenación que dispuso como consecuencia la muerte de tres de sus cuatro hijos. Este no es un relato de superación, para conseguir el triunfo, sino la disección de una desquiciada enajenación que no es particular sino reflejo de un modo o sistema de vida.

En 1975 Fritz poseía la compañía World class Championship wrestling. Su objetivo el Campeonato del mundo de los pesos pesados en lucha libre. Sea el hijo que sea (excepto el primero, muerto electrocutado con seis años), por eso no duda, en cierto momento, en reemplazar como aspirante a quien ya había ganado el campeonato de Texas, su segundo hijo, Kevin (Zac Efron), por el tercero, David (Harris Dickinson), como tiempo después, simplemente haciendo uso de una moneda, será el cuarto, Kerry (Jeremy Allan White), quien aspiraba a ser campeón de lanzamiento de disco, quien opte al título, e incluso lo gane. Pero si David fallece por una enteritis, probablemente consecuencia de los golpes, Kerry perderá un pie en un accidente, y tiempo después se suicidará, como también el quinto hijo, Mike, cuya pasión era la música, tras haber estado en coma durante una operación de un hombro. La obsesión del padre deja un reguero de cadáveres (en realidad, murió un cuarto hijo más, el sexto, quien también se suicidó, pero en la narración se prefirió no sobrecargar con más muertes). El título original, the iron claw/la garra de hierro alude a un golpe ganador que realizan con la mano actuando cual garra, emblema de su actitud competitiva inclemente (y por extensión de un sistema). La sangrante ironía es que la garra se volviera contra ellos.

La segunda mitad es de nuevo una admirable muestra del singular talento de este excelente cineasta. La narración, cada más elíptica y quebrada, se acompasa a la sucesión de desgracias y muertes. La narración varía cuando la circunstancia varía. Mientras la realidad parece ajustarse a un anhelo la narración se ajusta a un molde ortodoxo de narración. Cuando las fisuras comienzan a extenderse con cada muerte se perciben en la misma sintaxis narrativa ya que también se desmorona la concepción de un modo de relacionarse con la realidad, al evidenciarse la inconsecuencia e inconsistencia de un propósito, que no es sino enajenación, y que responde al de un modelo social fundamentado en la consecución del éxito, la aspiración a ser el número uno. Y que se sostiene sobre la instrumentalización, y por tanto cosificación, de quienes pueden materializar ese logro. En ese trayecto la guia es la modificación, por consciencia, del hijo que, durante ese proceso que utiliza al hijo que sea, se ha visto relegado a función secundaria repetidamente, Kevin, quien finalmente se enfrentará con el que ha gestado esa serie de muertes con la inoculación, cual virus, de su obcecada aspiración. Incluso, estará a punto de estrangularle. No es un trayecto narrativo de catarsis sino de desolación. Durkin vuelve, tras The nest, a una década fundamental, como fueron los ochenta, en la gestación de esta sociedad configurada con la mirada comercial competitiva para exponer su putrefacción consustancial.

miércoles, 13 de marzo de 2024

La noche más oscura

 

¿De qué están hechas las lágrimas que cierran una herida largo tiempo abierta? ¿Qué queda cuando dejas de desactivar minas o encontrar al terrorista más buscado, aquel que hizo tambalear la arrogancia de un imperio? En tierra hostil (2008), de Kathryn Bigelow, el sargento James (Jeremy Renner) se enfrentaba al vacío, a su vacío, cuando retornaba al hogar, a su explosión interna, a su condición de sonámbulo extraviado. En La noche más oscura (Zero dark thirty, 2012), Maya (excepcional Jessica Chastain; orfebre del mínimo gesto) es, durante el desarrollo de la narración (la búsqueda) como una permanente bomba a punto de explotar, un rostro comprimido, por una determinación, una furia; cuando sonríe pareciera otra mujer completamente distinta; la mujer que quizá fue, quizá la mujer que no se ha permitido ser. Su gesto permanece en tensión, a punto de desenfundar (es ella contra el mundo, dice con cansada ironía un superior). Porque tiene una misión, capturar al responsable de la herida infligida.

Hay una frase que deletrea la supuración de esa herida: ‘I’m the motherfucker who found this son of bitch’ (soy la cabrona que encontró a ese hijo de puta), cuando el director de la CIA, Panetta (James Gandolfini), le pregunta quién es en la reunión que apuntala los cimientos de la misión en la que asaltaran la casa en la que suponen (unos en un 60%, otros en un 80%) que está Bin Landen; excepto Maya, que está convencida al 100 % (o el 95% porque sabe que no les gustan las certezas) de que vive ahí oculto, sin dejarse ver ni por los satélites. Esta espera, hasta el momento en que se pone en acción, dan como resultado los mejores pasajes de la obra, puntuados por el constante rabioso recordatorio de los días que pasan, hasta más de 3 meses, por parte de Maya, dibujando con rotulador el número de días, cada día, en el cristal del despacho de su superior, George (Mark Strong). La exasperación crispa a quien se ha contenido como una mina para desactivar durante casi diez años: es sobrecogedor el escueto momento en que Panetta le pregunta a Maya qué es lo que ha hecho en sus doce años como agente, aparte de perseguir a Bin Laden: Nada, le responde ella. Esa persecución es su vida. No tiene ni vida propia; ha dejado de lado sentimientos o deseos (cual Diana cazadora;); ¿no resulta significativo que en la secuencia, en el hotel Marriot, en la que conversa con su compañera Jessica (Jennifer Ehle), quien la ha tanteado sobre sus relaciones, explosione una bomba?.


Bigelow construye la película como si transpusiera en el tiempo los modos del noir procedural de finales de los cuarenta, como si el relato fuera casi la ennumeración de un proceso, el de una investigación, como si el protagonista fuera un engranaje en el que todos son piezas para la consecución de un logro, aunque su dinamo, la que representa esa determinación, firme, inquebrantable, perseverante, sea el gesto comprimido (como quien aprieta la mandíbula de sus entrañas para enfrentarse a cualquier tormenta que se cierna sobre ella; incluidos superiores) de Maya, aunque haya instantes en los que parezca que va a perder pie (la muerte de Jessica en Camp Chapman; un prodigio de modulación narrativa) y que su intuición (la figura del mensajero de Bin Laden, Ben Ahmed, como llave para poder llegar hasta su líder) quizá sea errónea, un callejón sin salida. Es su labor de zapa, de documentación, investigación, análisis, la que conseguirá materializar un propósito, más allá de métodos más rudimentarios y directos (la tortura), lidiando con errores humanos, propios, y la escurridiza y también inquebrantable voluntad del enemigo. Esa distancia con la que se plantea el relato propulsa la mirada de conjunto, desde la labor en campo, como si las personas a la vez fueran instrumentos o funciones, piezas en un tablero, el cual también puede variar, como la supresión de la tortura como método de investigación, a los apuntes sobre el escenario de enmarañadas relaciones en el entramado organizativo de las agencias, o interdepartamental, cómo una búsqueda se puede contaminar con cuestiones personales o por las diferentes capacidades y las negligencias. La secuencia del asalto está acompañada por unos acordes, compuestos por Alexandre Desplat, que evocan a algunos de la banda sonora de de Howard Shore para El silencio de los corderos (1990), de Jonathan Demme. Una incursión en la noche para asaltar un casa aislada es una incursión en un sótano figurado (en la propia mente de la protagonista); en ambas usan dispositivos de visión nocturna. En la secuencia final de En tierra hostil, Warren retornaba al combate, porque en su hogar sólo resonaba el vacío, al verse cara a cara fuera del enajenador fragor de combate. Al final de La noche más oscura Maya retorna tras la tarea realizada, en otro vuelo. ¿A dónde? Las lágrimas surcan su rostro. ¿De qué están hechas las lágrimas que cierran una herida largo tiempo abierta? ¿La cierran? Su vida era una pantalla, un objetivo. ¿Qué será de la vida de quien la ha centrado exclusivamente en una búsqueda que ya ha concluido?

lunes, 11 de marzo de 2024

Círculo de peligro

 

Los neblinosos grises que dominan Círculo de peligro (Circle of danger, 1951) son tan equívocos como la misma discreta apariencia de esta producción británica no estrenada en España. Una discreción que parece haberla postergado a la invisibilidad, dentro de la obra de Jacques Tourneur, al estar desprovista de rasgos de estilo llamativos. Con respecto a las tinieblas cinceladas de sus más reputadas obras fantásticas parece su reverso, tal es la claridad que domina sus imágenes. Una luminosidad que parece difuminar los contornos. Las sombras parecen ausentes, aunque más bien están veladas. Realizada entre dos de sus más enérgicas y exultantes obras, El halcón y la flecha (The flame and the arrow, 1950) y La mujer pirata (Anne of the indias, 1951), en las cuáles el color parecía borbotear como las intensas emociones en juego, puede chocar su aparente indolencia narrativa, ya que parece modularse con una enrarecida condición de vaguedad, como quien mira hacia otro lado mientras te está hablando. Trazada sobre el patrón de la trama de intriga, parece jugar a la contra, con una distancia que parece extirpar la tensión dramática, y asentar el extrañamiento. Si atendiéramos a la premisa argumental, diríamos que nos narran la investigación que realiza un norteamericano, Clay (Ray Milland), en tierras inglesas, de Londres a los páramos escoceses, pasando por Gales, intentando esclarecer las circunstancias de la muerte de su hermano en el último año de la segunda guerra mundial. Extrañas fueron porque no acaecieron en el campo de batalla, sino más bien lejos del mismo. Coley busca e interroga a todo compañero que encuentra de su Compañía, como quien interroga a una realidad cuyas piezas no encajan como debieran. Claro que, entremedias, la narración se desvía cuando da primacía a la relación con Elspeth (Patricia Roc), a quien, precisamente, también corteja el capitán al mando de aquel grupo, McArran (Hugh Sinclair).

El guionista es Philip McDonald, quien adapta, en este caso, su propia novela. Otras obras suyas, generalmente vinculadas al género de intriga, fueron adaptadas por otros, caso de la excelente A 23 pasos de Baker street (23 paces to Baker Street, 1956) o La última lista (The list of Adrian Messenger,John Huston, 1963). Estas son obras que transitan los tradicionales mimbres, o las superficies, del género de intriga. Pero si consideramos que la productora es Joan Harrison, quien había colaborado en los guiones de varias obras de Alfred Hitchcock entre 1939 y 1943, podríamos establecer la asociación con la mirada de éste haciendo mención al famoso McGuffin, en este caso el esclarecimiento de la investigación. Y derivar en la consideración de que a un cineasta como al otro les interesaban más los desvíos o las corrientes subterráneas del relato subvirtiendo tanto la noción de realidad como las apariencias del tradicional relato novelesco desde sus entrañas. Les diferencia, eso sí, el empleo del humor. En la obra de Hitchcock, aparte de para distender la narración, y mantener al espectador en la incertidumbre con los cambios de registro, su ironía incidía en la paradoja y el absurdo. En la de Tourneur parece que quiebra el centro de gravedad. Y es que no es una obra de superficies. Son los detalles ajenos, o periféricos, a la presunta narración principal los que realmente definen las sustanciosas corrientes ocultas bajo esos neblinosos grises. Porque de nieblas del conocimientos nos hablan. Niebla que puede estar en nuestra mirada, o quizás provenga de una realidad que no es fácil de discernir. Por uno u otro motivo, o ambos conjugados, no resulta fácil conseguir la justa mirada de conjunto, y se hace necesaria la contemplación de otras perspectivas, sin las cuáles la mirada que se interroga puede quedar atrapada en el indefinido, y ensimismado, blanco de los ojos. De nuevo, en el cine de Tourneur, la imagen revela su condición movediza, huidiza (como la realidad que se representa e indaga), a través de las diversas capas que uno va advirtiendo en sus esquinadas construcciones narrativas y visuales. La realidad no es fácil de aprehender cuando se interpela.

Por eso, la ironía subyacente es que esa distracción del camino de la investigación, la relación con Elspeth, que descentra aparentemente la narración, será la que centre al protagonista, en una transformación íntima en la que será crucial el saber ponerse en la piel de los otros, o tenerlo al menos en consideración. Como Dardo, en El halcón y la flecha, pasa de pensar que no depende de nadie ni nadie depende de él al compromiso solidario, o la capitán Providence en La mujer pirata que evoluciona de no mostrar su sufrimiento ni compasión al sacrificio que implica subordinar el despecho al acto integro (por un hombre que no la ama, e incluso ama a otra mujer). En suma, en ambos hay una toma de conciencia. En Clay, habría que matizar que es una toma de consciencia. Su trayecto de discernimiento tiene una falsa apariencia circular, porque implica más bien reinicio, el aprendizaje de cómo saber conducirse con y en la realidad. Las imágenes iniciales nos lo presentan participando en unas inmersiones para conseguir tugsteno; sus pesquisas son también una variante de una inmersión en profundidades, pero ¿con qué actitud o perspectiva? O, como se irá esclareciendo a lo largo de la narración, ¿Cuál es su motivación? Quizá no sea clara, como profundidades enturbiadas por emociones propias no resueltas. En esas primeras secuencias, ya en Londres, toma un taxi, y las finales conduciendo su propio coche, en el que su copiloto es Elspeth. En esa primera secuencia, Clay no se aclara con qué tipo de moneda, chelín o penique, tiene que darle al taxista (situación que se repetirá varias veces). Posteriormente, en su primera conversación con un funcionario, al que ha solicitado información, se muestra airado, por su renuente disposición priorizando la subordinación a las reglas, retractándose de inmediato (Tourneur realiza un cambio de eje cuando se vuelve para pedir perdón). Clay, en principio, parece alguien que demanda a la realidad una complaciente respuesta, como se hace palpable su extrañeza en un mundo que no entiende ni domina y que le suscita una reacción de perplejidad o exasperación.

En su relación con Elspeth se ejemplifica esa torpe conducta de moverse por un mundo que no controla, y con el que es negligente. Reincide en una misma mala costumbre, siempre llega tarde, o se olvida, entregado a su investigación, de la cita establecida, o la suspende. E incluso, en una de ellas, tiene la desafortunada idea (inconsciente) de llevar unas flores a las que Elspeth es alérgica. La realidad parece derivar en un sinuoso escenario abstracto, en el que los otros parecen convertirse en contrapuntos emblemáticos del tránsito de conocimiento de Clay, como las dedicaciones de algunos a los que interroga -un minero, un aduanero que dirige el tráfico de botes en unos esclusas. El protagonista excava en la realidad para llegar a la presunta profundidad que complazca su ansia de respuestas nítidas pero se encuentra con unos límites que lo obstaculizan, desvían, o lo sumen en las interrogaciones de otros desvíos. Y descubrirá que lo que ante todo debía esclarecer eran sus motivaciones, inspiradas en un sentimiento de culpa no reconocido (como si se sintiera, por negligencia educacional, al ser su responsable tras la pronta muerte de sus padres, responsable de esa muerte). Se evidencia progresivamente que era un trayecto con varias direcciones. El pasado obstaculiza el presente, y quien busca quizá se estaba desentrañando a sí mismo.

El más enigmático personaje es un profesor de danza, Sholto (Marius Goring), cuya escurridiza y burlona conducta es la que más perturba a Clay, alguien, al fin y al cabo, que no sabe aún dar los adecuados pasos de baile en la realidad. Esa incierta deriva narrativa culmina en un climax prodigioso donde el drama inadvertido cobra cuerpo. La ingravidez se trastoca en densidad. Tiene lugar en un páramo escocés, un espacio abierto donde se revelan imprevistos misterios ocultos, y que paradójicamente ponen en evidencia, como la citada luminosidad fotográfica, que no hay que fiarse de las apariencias, ni hacer nunca presuposiciones. Incluso, puede variarse la perspectiva sobre lo que creías conocer. La visión amplia no carece de recovecos. No hay profundidad como no hay perspectiva univoca. Y el juicio queda desarmado porque la realidad está hecha ante todo de grises. Quizá la presunta víctima era una amenaza. Un plano en el que conversan Clay y aquel que le revela lo que realmente ocurrió, precisamente Sholto, en que ambos rostros están enfrentados, de perfil, es la conspicua definición del sutil y esquivo arte de esta gran cineasta que sembraba de paradojas e interrogantes con su cine.

domingo, 10 de marzo de 2024

Mis textos para Dirigido por Marzo 2024

En Dirigido por de Marzo 2024 se publican mis textos sobre Vincent debe morir, de Stephane Castang, Argylle, de Matthew Vaughn, La piscina, de Bryce McGuire y, para el Dossier Rare Fantastic Films, Dos en el cielo (1943), de Victor Fleming
 

viernes, 8 de marzo de 2024

Exótica

 

¿Quién es ese hombre, Francis (Bruce Greenwood), que acude como espectador a un local de bailes eróticos, de nombre Exótica, en donde parece que tiene una singular relación, diríase que ritualizada, con una de las bailarinas, Christina (Mia Kirshner), quien realiza sus bailes, vestida de colegiala, y a los sones de una canción poco asociable con un ambiente así, Everybody knows de Leonard Cohen? Desde una perspectiva convencional, o desde una perspectiva superficial, sería una imagen sexual, con componente fetichista, dada la indumentaria de la chica, lo que podría determinar que a él se le calificaría de pervertido, practicante de un llamado comportamiento desviado, aunque esa imagen degradada también la alcanzaría a ella, como alguien que se vende, dejando de lado las vergüenzas convencionales, exhibiendo sin pudor su cuerpo. Se podría decir que no poseen una imagen respetable. Pero no son lo que representan (para una mirada convencional; para una mirada que proyecta pero no discierne, o no se esfuerza en comprender más allá del filtro de una imagen superficial por convencional). Porque ¿realmente Todos saben (everybody knows), son capaces de discernir, de conocer lo que es real bajo las apariencias? 

En una de las secuencias iniciales de esta magnífica Exótica (1994), de Atom Egoyan, vemos a dos inspectores de aduanas contemplando a los viajeros que llegan a través de un espejo opaco para el que está al otro lado, uno instruyendo al otro sobre cómo discernir quién puede estar trayendo algo ilícito o de contrabando. ¿Qué es lo que vemos? ¿Qué es lo que parecemos a los ojos de los demás? ¿En qué medida una imagen o apariencia puede ser equívoca o incompleta, y más según desde la perspectiva, condicionada por diferentes causas, de quién mira o valora? Es decir, ¿Qué condiciona, como filtro, algunas miradas? En el club, el dj, Eric mira a través del espejo que es opaco desde el otro lado, pero él no discierne sino que proyecta, no ve esa imagen convencional, sino que mira desde una condicionada perspectiva personal. No percibe a ambos, o cuál puede ser vínculo real, sino que proyecta lo que le disgusta de esa circunstancia por cómo le afecta a él emocionalmente. Exótica se construye narrativamente como una cebolla que va descubriendo sus capas, desvelando lo imprecisas que pueden ser las impresiones a partir de las apariencias ( y más desde la sancionadora perspectiva convencional, edificada sobre la vergüenza y el valor de imagen, la respetabilidad y la conveniencia), y cómo hay que conocer, y comprender, las circunstancias, presentes y pasadas, de cada persona, para enfocar una mirada precisa sobre él o ella. Al final de la película tendremos una perspectiva muy diferente sobre quiénes son, y cómo sienten, y por qué actúan de ese modo cuando nos son presentados, Francis y Christina.

En ese club hay una norma, cuando las bailarinas realizan una sesión privada con sus clientes, estos nunca podrán tocarlas, a riesgo de ser expulsados, sólo ellas pueden hacerlo. Tocar, sentir, empaparse de las emociones del otro, quebrar las distancias, en un mendo preso de las imágenes como cristales interpuestos, proyecciones y ausencia afectiva. Hay otros personajes que componen este puzzle, y cuyo papel, en el equívoco entramado de relaciones, iremos descubriendo, aunque suscite el desconcierto en primera instancia, por desconocer la circunstancia, la implicación de unos y otros. Francis recurre a una chica, Tracey (Sarah Polley), como niñera, en un hogar donde no vemos ninguna niña, sólo fotos de ella, y ¿por qué se pone a tocar el piano?. ¿Por qué actúa asi, de un modo que tiene la apariencia de recreación ritual?. Esa chica es su sobrina, que no entiende para que recurre a ella para realizar esas acciones rituales, ni comprende sus reflexiones sobre que lo que más desea es hacer el bien, y hacer sentir bien a los demás. Para Tracey, Francis mantiene con su hermano (Victor Garber), impedido en una silla de ruedas, una desconcertante relación, como si entre ellos hubiera asuntos pendientes o deudas; Tracey reconoce que no le gusta cómo se comporta su padre cuando está con su hermano, no entiende por qué se comporta de modo diferente. No será hasta la conclusión que descubramos que el hermano mantuvo una relación con la esposa de Francis y conducción el coche con el que sufrieron el accidente en el que murió ella y en el que él quedó inválido.

Francis es inspector de hacienda, alguien que también escruta la vida de los demás, para descubrir una fisura, la ilícita e infame transgresión. ¿Cuál es la suya?. Él también ha cruzado ese umbral en que es escrutado desde la mirada convencional como infractor de las buenas costumbres. El hombre que valora y sanciona fisuras se encuentra en la otra posición, la de sancionado, o al contrario, ser comprendido. De hecho, en primera instancia fue sospechoso del asesinato de su hija, hasta que fue detenido el real culpable. No hay motivación sexual sino emocional en sus actos, dado que es un hombre quebrado emocionalmente como se irá revelando, que aún no ha superado la pérdida de seres queridos, en especial, de su hija. ¿Y por qué esa obsesión de Eric (Elias Koteas), el Dj de Exótica, con respecto a Christina? ¿por qué ese celo posesivo, molesto con esa relación que parece tan cercana y cómplice entre Francis y Christina, como si realmente se conocieran profundamente más allá del papel que ambos representan en ese local, y que le lleva a poner una trampa a Francis para que realice la infracción de las reglas del local, y toque a Christina?. Una serie de dosificados saltos atrás en el tiempo nos muestran cuándo y cómo se conocieron Eric Y Christina, realizando, precisamente, una búsqueda por verdes y hermosos prados de hierbas altas, aunque ¿Qué o a quién buscaban?. Pero aparte de esa búsqueda fue la circunstancia en la que se conocieron, y en la que él reconoció cómo se sentía atraído por ella. Para enfatizar ese anómalo, en cuanto no convencional, entramado de relaciones afectivas o sexuales, Christina mantiene una relación con Zoe, la dueña de Exótica, quien a su vez va a tener un hijo con Eric, más bien como encargo.

Un personaje, al que hemos visto en paralelo, Thomas (Don McKellar) servirá de detonante para desvelar esas inciertas relaciones, cuyo lazo no logramos entrever más allá de las apariencias desconcertantes. Thomas es el dueño de una tienda de animales, a quien hemos visto en esa secuencia inicial en la aduana como pasajero recién llegado (que observaban a través del cristal) y que llevaba algo de contrabando oculto (no percibido), unos huevos de animales exóticos. A su vez, usa unas entradas en la puerta de una sala de conciertos para invitar a hombres con los que quizá logre ligar, también como acción ritualizada, por repetida (siempre les devuelve el dinero que le han pagado; con uno establecerá una relación sexual). Francis descubrirá, en una de sus auditorias, sus trapicheos y le pedirá a cambio que le ayude a vengarse de Eric, por expulsarle del Exótica, o descubrir por qué lo hizo, requiriendo como cliente a Christina. En la conversación entre Thomas y Christina, en su sesión privada, las piezas se aclararán casi del todo. Eric y Christina, en aquel rastreo por los campos, buscaban a una chica desaparecida, que no era sino la hija de Francis, y a la que se descubrió muerta y violada. Y Christina era su niñera entonces. Este era el sentido del ritual entre Francis y Christina, un ritual de terapia afectiva, más que sexual. Christina no era una fantasía sexual para Francis, sino una imagen consoladora afectiva, y además, para Christina, Francis representa el amor puro, algo que comprendemos en la secuencia final, que nos retrotrae a cuando ella trabajaba de niñera para él. Una secuencia en donde apreciamos el cariño de Francis hacia ella, que le ofrece todo su apoyo y comprensión cálida, dado que ella, con su acné, se sentía fea y rechazada por los demás. De alguna manera, sus bailes son un equivalente, y respuesta, a aquella actitud servicial y afectiva de Francis hacia ella, un ritual de cura. Y aún hay más. En el enfrentamiento final entre Francis y Eric, en el aparcamiento fuera del local, en donde Francis apunta con un arma al segundo, porque no entiende el motivo de que le haya hecho tanto daño, Francis descubre que fue Eric fue quien descubrió el cadáver de su hija. Y ambos se funden en un abrazo.

 El film se cierra con Christina, un rostro de acné y desmaquillado, en aquel pasado, despidiéndose del hombre que admira, y que le ha ofrecido su cariño atento, el hombre que tiene una relación afectiva con su hija que ella no siente con sus padres. Christina entra en su casa, una fachada, que realmente no sentía como hogar, ya que este lo sentía en uno ajeno, el de Francis con su familia. La realidad rebosa de fachadas que no transparentan su interior, e incluso pueden ser equívocas. El trayecto narrativo desvela el rostro verdadero de las emociones que condicionan e impulsan los actos de los personajes. Y esa imagen verdadera, precisa, nada tiene que ver con aquella equívoca inicial, equívoca desde la perspectiva convencional, esa mirada que no busca comprender a los demás, y a sus circunstancias, sino solo descubrir sus infracciones y vergüenzas para sancionarles y despreciarles como indignos. Sólo la mirada despojada de ese lastre, la mirada empática, sin prejuicios, ajena a la noción de vergüenza, sabrá ver, discernir, rastreando, más allá de la apariencia, y sentir, y tocar al otro en su condición íntima. Exótica es una obra que supone una aguda reflexión sobre cómo los juicios se sustentan sobre equívocas apariencias y ofuscadas proyecciones sin saber discernir al otro.