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viernes, 26 de abril de 2024

Caballero sin espada

 

No deja de ser curioso ( o irónico) que tras su estreno Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington, 1939) fuera calificada por la prensa de Washington y senadores como antiamericana y procomunista por resaltar la corrupción política en la actividad política (según relata Capra en su autobiografía, incluso durante la primera proyección varios senadores abandonaron la sala sin haber terminado la película). Según su perspectiva debería haberse planteado un retrato sin mácula alguna. Irónico porque Capra durante tiempo arrastró la etiqueta de buen rollismo y edulcoramiento de la realidad: esa alergía más acentuada, en los sesenta y setenta, relacionado con el rechazo a los finales felices, como si lo lúcido y realista fuera inevitablemente el final infeliz. Lo cual no deja de ser más sangrante dada la evolución de nuestra sociedad, o cómo es el estado de cosas actual. ¿De ahí tanto el conformismo como la incapacidad de unirse para transformar los basamentos de esta sociedad, y mejor quedarse con las quejas sobre los políticos como si fueran seres que se hubieran generado espontáneamente en otra dimensión pero no tienen que ver con el ciudadano común, es decir, no son su reflejo ni representación? Esta gran obra, de visión nada complaciente, y sí con un componente siniestro, que se irá intensificando en sus siguientes obras, Juan Nadie y ¡Qué bello es vivir!, aún más pesadillescas y oscuras, que sitúan a sus protagonistas en el filo mismo del suicidio (de la autoaniquilación por un sentimiento de derrota), condensa en su tramo final un gesto que es esplendor, la posibilidad de una transformación por la perseverancia de un individuo (aunque más preciso sería decir una pareja). Es decir, un final feliz que es resolución, superación, de una circunstancia injusta, y que implica la derrota del poder en las sombras, el poder corporativo. ¿No es ejemplar, aún más hoy, dado cómo se ha agudizado esta dictadura corporativista con el paso de las décadas, este tipo de obra? O es preferible rechazarlo porque se considera no es posible materializar algo así? ¿O no se logró hacer, unos años atrás, en países como Islandia? ¿Tan poco se confía en el colectivo humano, más tendente al acomodamiento, a la conveniencia, a aspirar a una posición más elevada, e incurrir en lo que se cuestiona cuando no se detenta esa posición de privilegio, sea cargo político o empresarial?.

Desde luego, Caballero sin espada, con guion de Sidney Buchamn, basado en un relato no publicado de Lewis R. Foster, The gentleman of Montana, ya señala con meridiana claridad la maraña de vínculos entre políticos y empresarios ( de los que los primeros son gestores delegados en el escaparate, mientras los segundos rigen en la sombra). En las secuencias introductorias nos presentan al empresario Jim Taylor (Edward Arnold) dilucidando con sus subalternos quién puede ser el senador de ese estado que reemplace al fallecido. Quien se encarga de esa tarea, el gobernador, no opta por el requerido por el empresario sino por un joven que sus hijos le recomiendan, al mando de los Boy Rangers, Jefferson Smith, es decir, alguien querido por los niños, ingenuo (es un niño grande al que, nervioso, se le cae fácilmente el sombrero cuando lo sostiene en sus manos), sin experiencia en política y que puede ser fácilmente manipulable de acuerdo a los intereses empresariales, esto es, la construcción de una presa. Es incluso hijo de un amigo del veterano senador Joseph Paine (Claude Rains), figura admirada (idealizada) por el propio Smith, quien vive en un universo ideal, por eso, cuando llega a Washington, cual niño arrobado, se separa de su comité de bienvenida (o subalternos de Payne) para, embelesado, recorrer los diversos monumentos que representan los ideales de la democracia, como es el propio Abraham Lincoln. Su filtro de relación con la realidad es la pura abstracción del ideal, la ingenuidad sin mácula alguna (ingenuidad ridiculizada por la prensa desde un primer momento). Incluso, utilizarán a la hija de Payne para que distraiga su atención de las intervenciones en el Senado sobre la empresa que se quiere edificar. Por otra parte, Payne le planteará que se entretenga planteando alguna ley, aunque para su perplejidad implicará la construcción de un campamento nacional de niños, pagado por sus donaciones, en el mismo terreno en el que quieren edificar la empresa.

Smith será humillado, en público, al manipularse las evidencias para aparentar que él tiene intereses económicos en los terrenos. Incluso, Payne colabora en su descrédito. Es tal la eficacia de la manipulación de realidad que todos, incluso los niños, consideran a Smith un fraude. Es fundamental en la narración el personaje de la secretaria, Clarissa (Jean Arthur), extraordinaria interpretación y extraordinario personaje: particularmente magnífico ese dilatado plano de su conversación, ebria, con su amigo, enamorado, el periodista Moore (Thomas Mitchell). Clarissa será quien, cuando Smith esté dispuesto a desistir, se decida a plantear la estrategia con la que enfrentarse a los poderosos. Clarissa aporta el conocimiento de las leyes, la inspirada razón pragmática que urda otra representación que combata la que ha convertido a Smith en una ser fraudulento. Se aprovecha de que en el senado si no cede la palabra a otro senador puede mantenerla el tiempo que sea. Y lo hace durante veinticinco horas con el propósito de demostrar su inocencia y cuáles son los reales intereses corruptos (y de quiénes). Pero la oposición es poderosa: la maquinaria de Taylor neutralice a los medios de comunicación que intentan apoyar a Smith y propague en los medios que le apoyan, o compra, la versión conveniente que siga ejerciendo la labor de descrédito de Smith. Hasta consiguen que lleven al senado centenares de cartas que exigen la dimisión de Smith. Su derrota parece inexorable. La conclusión no es desoladora por el arrebato de conciencia que sufre Payne, al ver en qué estado ha acabado Smith, desmayándose ya exhausto. Es la fisura en el eficiente engranaje manipulador de realidad que propicia que la corrupción no triunfe. ¿No realista? Pero sí ejemplar, dado como tendemos más a mirarnos el ombligo o a pensar que no es posible el real cambio. La voz disidente que transforma un escenario inmovilizado. La expresión del memorable presidente del senado (Harry Carey), con la que concluye la narración, es la mirada de la actitud ecuánime, la sonrisa flexible que representa al propio Capra.

miércoles, 24 de abril de 2024

Vive como quieras

 

El abuelo Vanderhof (Lionel Barrymore) es un tanto singular. En una de las primeras secuencias de Vive como quieras (You can´t take it with you, 1938), en una oficina, le pregunta, a un empleado, Poppins (Donald Meek), arduamente concentrado en su tarea de corroborar con sus cálculos unas cifras, que por qué está haciendo eso. La perplejidad de Poppins es suma ( nunca mejor dicho), y se acrecienta cuando le pregunta si le gusta lo que hace. ¿Cómo se puede cuestionar un patrón establecido al que uno se pliega por necesidad, y por miedo (de que se quede al margen, sin trabajo)? Poppins resulta que inventa juguetes (saca un conejito mecánico que sale de una chistera). Eso atrae la atención de todos, y del jefe (que padece un cierto tic nervioso en el ojo). En parte éste es consecuencia de que Vanderhof sea el único residente en un bloque de vecinos que se resiste a vender su propiedad a la empresa armamentística que comanda Kirby (Edward Arnold) que quiere construir su fábrica en ese espacio. No sólo Vanderhof sigue negándose sino que consigue que Poppins deje su trabajo y venga a vivir a su casa. No es el primero que lo hizo ( eso le pasó al heladero). Es una casa un tanto excéntrica, donde unos bailan, otros tocan música, la hija escribe ( desde que tiene maquina de escribir, hay que darla uso), y otros crean juguetes o material pirotécnico. Vanderhof lleva muchos años sin pagar impuestos, porque para qué son (o en qué revierte en ellos).Fue un banquero que un día cogió el ascensor y no volvió más, prefiriendo coleccionar sellos y tocar la armónica. ¿Para qué preocuparse tanto de amasar dinero, en vez de disfrutar de la vida, de los placeres sencillos?

Vive como quieres, como también se reflejaba en las comedias de los años 30, es un reflejo de las consecuencias de la Crisis económica del 29, originada por los desafueros de un capitalismo salvaje. En otras comedias se planteaba la considerable distancia entre la riqueza de unos y la precariedad de otros. En este caso, se incide en el por qué tanta codicia, que deriva en avasallar y pisar al otro, para conseguir el dominio del escenario (de la realidad). Pero, por añadido, en la importancia de la posición de cada uno. O uno es la posición que detenta. Y sobre todo quien detenta la posición privilegiada es quien remarca esa diferencia o distancia, como si separara una fosa abisal, como queda patente en los desprecios de la esposa de Kirby, como si los que viven vida precaria fueran sustancia degradada y contaminadora. Compartir espacio se torna en la experiencia más degradante. Como ejemplifica cuando comparten celda. Según su mentalidad habitan diferentes dimensiones de realidad, no pueden entrecruzarse. La narración, como en la siguiente obra de Capra, Caballero sin espada (1939), comienza con las urdimbres del poderoso, en ambos casos interpretados por Edward Arnold, como también la posterior Juan Nadie (1941), ya incluso caracterizado con atributos fascistas. En Caballero sin espada el propósito será encontrar al senador adecuado que sirva a sus intereses comerciales, para construir una presa; aunque quien encuentren, pese a que parezca ideal por su ingenuidad extrema, se convertirá en un auténtico forúnculo cuando su integridad se conjugue con la habilidad pragmática. En esta la compra de todos los terrenos para poder edificar una empresa armamentística se topa con el opuesto, aquel que no da ninguna relevancia al dinero. En ambos casos, el monstruo es la codicia o la vertiente más virulenta del capitalismo como depredación sin escrúpulos. Ninguna actualidad ha perdido. La sociedad asentada ha sido perfilada por esas actitudes empresariales. La integridad del joven senador y del anciano que nunca ha pagado impuestos es una anomalía. Pero esa es la potencia transgresora de una obra que es a la vez una fantasía que expone las inconsistencias de la realidad, una fantasía en la que se plantea lo posible, lo que pudiera ser. Quizá, en la realidad, los poderosos depredadores como Kirby no aprendan tras una toma de conciencia y varíen su actitud, pero nunca está de más contemplarlo en el territorio de una tan risueña y jubilosa como revulsiva fábula como Vive como quieras.

Vive como quieras es otra demostración del singular talento de este cineasta que sabía conjugar tan armónicamente el drama y la comedia, el discurso beligerante y la ligereza excéntrica. Sabía como sacar partido del montaje fragmentado como de los planos dilatados, como las conversaciones entre nieta, Alice (Jean Arthur), y abuelo, cuando este le narra su amor, y su añoranza (motivo por el que nunca quiso abandonar esa casa), por quien fue su esposa, o las de ella con su amado, Tony (James Stewart), cuando comparte él cómo años atrás soñó con un amigo en realizar un descubrimiento científico, que quedó truncado (otro ejemplo, como el de Poppins, de pasión relegada a los márgenes por priorizar la pragmática de vida). La habilidad de Capra, y su más frecuente colaborador guionista, Robert Riskin, para caracterizar a cualquier personaje secundario era proverbial. Vive como quieras es, de modo más remarcado, que las otras dos citadas, una obra de conjunto, aunque disponga de particular relevancia la subtramas relacionada con la nieta de Vanderhof, Alice y el hijo de Kirby, Tony, y su enamoramiento. Su amor, como un cruce entre posiciones sociales que no puede conjugarse, según la normativa de los pudientes, es la brecha de transgresión que posibilitará la armonía. Elocuentemente significativa es la entrada en el restaurante de lujo con Alice portando el cartel de 'estamos locos', como declarativa de las disonancias será la cena en la que coinciden las dos familias, en el espacio de desorden o espontaneidad de la casa de Vanderhof, espacio de pirotecnias y convivencia de humanos y animales (urraca, gatos, perro, pájaros...), visita durante la cual Kirby acaba siendo presa incluso de una llave de judo. Ironía es que un equívoco, cuando la policía cree que su uso de frases de la revolución rusa para sus juegos escénicos dispone de base real sediciosa, determine que los poderosos acaben en una celdas que comparten con el contaminante vulgo. Otra circunstancia en la que poner en evidencia su distancia de lo real, la construcción de su propia ficción como torre de aislamiento, y su carencia de empatía. Los cuestionamientos de esta vital obra, por desgracia, no han perdido vigencia.

lunes, 22 de abril de 2024

Cabalgar en solitario

 

Resulta admirable la exultante sensación de plenitud, equilibrio y armonía, que transpira Cabalgar en solitario (Ride lonesome, 1959), y en sólo 69 minutos. No sólo es capacidad de síntesis, es un elaborado sentido de la depuración, de eliminación de lo accesorio, de concentración (dicho coloquialmente, ir al grano, y saber describir situaciones, conflictos y rasgos esenciales de personajes con los justos y elocuentes trazos). Es la quinta colaboración, de siete, con el actor Randolph Scott, y la tercera de cuatro excelentes westerns, siendo los otros tres Seven men from now (1956), Los cautivos (The tall T, 1957) y Comanche station (1960), con el guionista Burt Kennedy. En la secuencia introductoria, Brigade (Randolph Scott) captura en rocoso paisaje a un forajido, Billy (James Best) buscado por matar por la espalda a otro en un pueblo de nombre Santa Cruz (aunque parece que es un práctica recurrente la de disparar por la espalda). Sus secuaces salen en búsqueda de su hermano, Frank (Lee Van Cleef), para rescatarle antes de que en tres días lleguen al pueblo. En una posta del camino, Brigade se encuentra con otros dos fuera de la ley, Bull (Pernell Roberts), al que conoce de hace tiempo, y Whit (James Coburn). Ambos desean dejar de ser perseguidos por la ley, y ven en la amnistía que conceden a quien entregue a Billy la posibilidad de conseguirlo; en particular Bull quiere asentarse en unas tierras que posee con un rancho. Pero su relación con Brigade, en todo momento, es amistosa, aunque deje patente pronto Bull cuál es su propósito y qué puede ocurrir, entre ellos, al final del trayecto. También se encuentra Carrie (Karen Steele), la esposa del responsable de la posta, ausente porque ha ido a recuperar unos caballos. Y añádase la presencia amenazante de la tribu de los mescaleros. Una mujer que suscita admiración aunque nadie entre en disputa por ella, porque las prioridades son otras, como dejan patente Whit y Boone, a la par que conversan, cuando la admiran de perfil mientras ella se peina mirando al horizonte. Como también para el mismo Billy, que la propone que le ayude para que así no le haga daño su hermano Frank. Síntesis, precisión.


Cabalgar en solitario es un western itinerante, con escasos personajes, como Colorado Jim (1953), de Anthony Mann. Aquella en entornos frondosos. En esta se recorre espacios agrestes, rocosos, desérticos, en el que son acosados, en unas ruinas, por los mescaleros, tras insinuarse primero su presencia en profundidad de campo , y que acaba en un frondoso paisaje en el que resalta en un claro los restos de un árbol en el que en tiempos pasados servía para ahorcar. Los paisajes hablan, son otro personaje. Pero aunque no dejen de acontecer sus puntuales momentos de acción, estos no son los que centran la narración, más bien tienen presencia, la violencia latente, como amenaza. Es lo que se dirime entre los personajes, el núcleo de la narración. Todos desean algo. El jefe mescalero desea a la mujer, y quiere cambiarla por un caballo. Frank desea rescatar a su hermano. Whit desea escapar ( y no duda en amenazar en cierto momento con un fusil a Brigade, situación que fracasará porque Boone le hace creer que tiene el seguro puesto, cosa que es falsa). Boone y Whit desean la amnistía. Y, además, Boone desea, en la respetuosa y admirada distancia, a la mujer. Pero ¿Qué desea el enigmático Brigade tras esa apariencia de esfinge? ¿Es la recompensa, el estricto cumplimiento de la ley?

Hay un pasado que le vincula con Frank, primero sugerido por éste cuando se pregunte si será la razón por la que parece demorar su paso, y dejar rastros de su trayecto, por lo que decide tomarse con calma la persecución, ya que sabe a dónde se dirige, o donde le esperará. Deduce que el objetivo no es su hermano sino él. Es un pasado que no aflorará hasta llegar a ese claro donde destaca el árbol del ahorcado, y lo confesará Brigade precisamente a la mujer, objeto de deseo de otros. En ese árbol fue ahorcada su esposa. Lo que desea no tiene que ver con Billy, sino que éste es un reclamo para su hermano, ya que Frank fue quien ahorcó la ahorcó para vengarse de él por haberle detenido previamente. Hasta entonces Brigade casi es un personaje difuso, aunque parezca preciso (porque todos creen que su mero objetivo es llevar a Billy a Santa Cruz) y son esos dos estupendos personajes, falsos villanos, Boone y Whit, los que mantienen y dinamizan el aliento narrativo (durante el rodaje se quedaron admirados con el personaje de Coburn, por lo que Scott y Boetticher, junto al guionista Burt Kennedy, le dieron más presencia junto a su compañero Boone). Boetticher utiliza con proverbial eficacia el formato del scope para las composiciones, como la primera aparición de Brigade en un desfiladero de rocas, que ya le define, o en la secuencia en la que, cabalgando en la llanura, es cuestionado por Boone sobre por qué lo hacen ya que están más expuestos a ser avistados por Frank, y al fondo del encuadre se distingue a los mescaleros a punto de abalanzarse sobre ellos. O ese impetuoso travelling hacia la diligencia que llega desbocada a la posta, que culmina en el cuerpo del conductor atravesado por una lanza. Con un conciso detalle así ya está establecida la semilla de la amenaza de la violencia que atravesará el relato como permanente sombra.

viernes, 19 de abril de 2024

Los viajes de Sullivan

 

En Los viajes de Sullivan (Sullivan's travel, 1941), de Preston Sturges, Sullivan (Joel McCrea), un director de cine quiere realizar una obra con sustancia, harto de hacer obras ligeras y evasivas, en la que retratar el lado menos gratificante de la vida, la precariedad, la miseria, aquello que se oculta como si no existiera más allá de las candilejas. Es impagable la introducción, en la que Sullivan tras presenciar la proyección de su última obra en la que dos hombres pelean encima de un tren en marcha, cayendo al rio, la representación, según él, de que el Capital y el obrero no se entienden, discute con sus dos productores para convencerles de hacer esa obra de manifiesta carga de crítica social, y estos le dicen que vale, pero si hay una pizca de sexo, aunque, cuestionan para que desista de tal propósito, qué sabe él de precariedad si siempre ha vivido entre algodones, argumento que les sale la rana, porque le convence a Sullivan de hacerse pasar por un mendigo para conocer esa miseria de primera mano (o en primer plano).Y comienza un periplo, en tres distintas fases, o tres diferentes intentos, con una coda, la odisea de Sullivan cual Ulises o Gulliver, por el país de la mendicidad, entre los desheredados y marginados, sufriendo, por golpe del azar, como remate, ser condenado a seis años de trabajos forzados en presión por agresión a un vigilante de trenes. La comedia que domina los primeros pasajes de la película se tornará progresivamente drama, en particular, bastante tétrico en el segmento que narra su reclusión en la prisión. Será la comedia, precisamente, la que le rescate. La visión, junto a otros prisioneros de un dibujo animad, protagonizado por Pluto (porque no consiguió el permiso de Chaplin para utilizar uno de Charlot), le inoculará el ánimo necesario que derivará en la ocurrencia que le libere de ese cautiverio: anunciar que es el asesino de sí mismo (ya que pensaba que el cadáver arrollado por un tren del hombre que le había robado, tras golpearle, el dinero que repartía entre los méndigos era el de él, por la identificación que portaba en la suela de los zapatos). Un absurdo para liberarle de una circunstancia absurda (el desquiciado ejercicio de la ley)

En las primeras secuencias de esta excepcional obra, en la que ejerció de ayudante de dirección Anthony Mann, queda patente la portentosa capacidad de Sturges para dotar de personalidad restallante a cada secundario, Véase al impávido mayordomo con sus doctas reflexiones sobre la absurda idea de Sullivan ya que los pobres son realmente los últimos que quisieran ver en pantalla un reflejo de su propia vida. El primer intento de Sullivan para, con su hatillo, y su ropa desastrada, iniciar su periplo de desheredado con solo diez centavos en su bolsillo, dispone de dos fases. En la primera, la caravana de los periodistas y asistentes de los productores se convierte en una coctelera, en la que todos son zarandeados arriba y abajo, cuando persiguen al sidecar, conducido por un niño, en el que viaja Sullivan, ya que quiere despistarles, porque ve absurdo hacerse pasar por mendigo cuando tiene un equipo de asistentes pendientes de él (o se va a experimentar lo real, anónimo, o se plantea como si fuera otra película en la que él fuera un personaje, cual turista, en una provisional excursión al otro mundo). En la segunda, se pone a trabajar, cortando leña, para dos hermanas, una de las cuales está decidida a seducirle. Esa estancia implica una asistencia al cine en la que puede comprobar cómo una proyección se ve animada por una multiplicidad de ruidos de gente comiendo o bebés berreando ( o sea, la gente corriente a la que pretende comunicar sus descarnadas reflexiones sociológicas). Su huida de la casa, en la que juega como un ocurrente contraplano cómico las diferentes expresiones del marido muerto en la fotografía, será accidentada cuando intente descender desde una ventana, se enganche en un clavo, y acabe en un tonel de agua.

La segunda fase incluirá a una chica (Veronica Lake), aspirante a actriz decidida ya a abandonar Hollywood tras sus fallidos intentos, a la que conoce en una cafetería cuando regresa a Hollywood accidentalmente, sin saber que esa era la dirección del camión que le recoge. Un brillante segmento sostenido sobre el escepticismo de la chica y su perplejidad cuando progresivamente va tomando consciencia de que no es un vagabundo sino realmente un director de cine dueño, además, de una lujosa mansión. Segmento que concluye con un nuevo chapuzón, en este caso en la piscina, por partida doble, el segundo con mayordomo incluido. Ese segundo intento implicará un viaje en tren cuyo viaje concluye en Las Vegas donde, irónicamente, está la caravana de los asistentes. La tercera fase es un excelente montaje secuencial, sin diálogos, conducido por la música, que narra sus vicisitudes en campamentos en la intemperie o alberges que acogen a marginados en donde robarán el calzado de Sullivan mientras duerme. La coda es la supuesta guinda de Sullivan en la que pretende recorrer la noche repartiendo billetes de cien dólares, hasta que un méndigo decide que quiere quedarse con todos, por lo que lo golpea e introduce su cuerpo en un vagón de tren. Tras su estancia en la cárcel se puede decir que ciertamente Sullivan ya sabrá de qué materia está hecho el lado oscuro, turbio y desesperado de la vida, el que no se quiere ver, ni padecer. Además, o precisamente, viendo cómo ríen los presos con la película de dibujos animados, con el perro Pluto, toma consciencia de la importancia social y vital de la risa. Por eso, desistirá de realizar la adaptación de Oh, brother where are thou, y decidirá realizar más comedias para alegrar las precariedades de la vida. Pero aún cuando esta sea la conclusión a la que llega el personaje, no es ninguna claudicación a la hora de desistir de reflejar el lado menos halagüeño de la vida o la sociedad, porque, al fin y al cabo, es lo que la película nos ha reflejado, podríamos decir de contrabando, como vitriolo encubierto bajo el mordaz dulce de la risa. Sabiduría de saber trabajar ambas direcciones de modo armónico. Los viajes de Sullivan es una de las cimas de la comedia. Una aguda y corrosiva reflexión sobre los propios mimbres de la comedia y su condición de comentario social, un carrusel de pródigo ingenio conjugado con una sombría reflexión sobre las precariedades sociales, lo que no suele visibilizarse en las pantallas de la realidad instituida. Sturges bascula con modélica armonía del slapstick a la screwball comedy pasando por el reflejo del lado más siniestro de la realidad.

miércoles, 17 de abril de 2024

Extraños en el paraiso

 


Vas a un nuevo lugar, pero parece el mismo, dice Eddie (Richard Edson), uno de los tres protagonistas de esta odisea sonámbula en forma de irónico bucle, Extraños en el paraíso (Stranger than paradise, 1984). Cuando lo dice, se encuentra, con su amigo Willie (John Lurie), junto a unas vías cubiertas por la nieve, apreciándose al fondo un tren detenido. No hay movimiento, el trío protagonista ha viajado de Nueva York a Cleveland, y luego irán a Florida, pero siempre da la sensación de que pasan de una ciudad fantasma a otra; varía el paisaje pero no hay sensación de espacio habitado. Pareciera que habitaran la misma habitación. Algunas otras figuras fugaces cruzan el encuadre, pero los tres protagonistas parecen aislados en un universo inmóvil como parecen su vidas. Su única dedicación parece la de apostar. Aunque hay quien se pregunte para qué. Da igual que se desplacen o que estén apoltronados durante horas ante el televisor. Parecen vidas en suspensión. Extranjeros incluso de sí mismos. Más extraño que el paraíso reza el título original. También podía haberse llamado fantasmas en un lugar al que, por un extraño motivo, llaman paraíso. Ya el primer plano de la narración combina movimiento y estatismo, o la paradoja que alienta la narración (¿Realmente se desplazan?): Eva (Eszter Balint), que porta unas maletas, observa a un avión detenido, mientras otro aterriza. En el segundo plano comunican a su primo Willie, que vive en Brooklyn, que acoja a su prima, recién llegada de Budapest, durante diez días. Antes del tercer plano, un letrero que indica: nuevo mundo: Pero ese plano muestra a Eva por una calle de paredes desconchadas, rebosante de basura. No hay novedad sino deterioro. El siguiente travelling que la sigue por la calle muestra una ciudad que más bien parece fantasma, con escasas figuras alrededor, como así será en el resto de planos de exteriores, sean diurnos o nocturnos.

Jarmusch había sido el asistente de Nicholas Ray, del que había sido alumno, en Relámpago sobre el agua (1979), de Ray y Wim Wenders. Extraños en el paraíso pudo ser realizada gracias al apoyo de Wenders que le dejó a Jarmusch película sobrante de El estado de las cosas (1982) para poder rodar media hora de película. Se estrenaría en 1982, pero luego a ese inicial segmento, retitulado Nuevo mundo, se añadiría el resto de metraje rodado, para estrenarse en 1984. Parece que estemos en un cruce entre Bresson, Ozu y Keaton ( y con el latido fronterizo y exiliado de Ray). Un cruce que generó una de las personalidades más singulares del cine estadounidense. Un depurado ejemplo, por otra parte, de aquel movimiento surgido en Nueva York a principios de los 80 etiquetado como nuevo cine independiente por su ruptura de estilo con el cine convencional. Habría que recordar nombres como Eric Mitchell, Amos Poe, Sara Driver (su magnífica y turbadora You are not I, 1981) o Rachel Reichman ( la hermosa The riverbed, 1986). Lo que ya durante los noventa se denominaría cine independiente no era más un pálido reflejo, cine convencional, con aire o toques de extravagancia (en perfil de personajes o circunstancias), hecho con menos medios, o como rampa de lanzamiento para integrarse en el sistema. El estilo de Jarmusch se salía de los moldes más recurrentes u ortodoxos. Véase el uso de los recurrentes fundidos en negro de esta obra en la que predominan los planos largos fijos. Unos fundidos en negro que ya evidencian la falta de continuidad en la vida de unos personajes cuyos personajes parecen detenidos. Ni siquiera cuando parecen romper con esa rutina y Willie plantea a Eddie realizar una viaje hasta Cleveland para visitar a Eva, o cuando ya allí proponen a ésta que viajen de la nevada y gélida Cleveland a la supuestamente soleada Florida, parece que realmente cambiara nada. Incluso, la meteorología. Florida es un paisaje dominado por un viento frío. Siguen siendo figuras en cubículos, sea un piso, una casa, una habitación de motel o un coche.


En el primer tramo, durante la estancia de Eva en el piso de Willie, no realizan nada. Miran la televisión, comen. En algún momento, él realiza algún solitario. Sus conversaciones parecen más bien trámites. Willie y Eddie portan sombreros de fieltro como si fueran su uniforme para residir en su vacío, una nota distintiva en una pasarela sin espectadores. Las apuestas parecen un desafío para que les rescaten de la inmovilidad. En Cleveland, miran también la televisión, junto a la tía Lottie, o juegan a las cartas. El aburrimiento parece su tónica. En Florida dejan en la habitación, sola, a Eva, pero es para ir a realizar apuestas en carreras de galgos o caballos. Actividad que no se visibiliza, porque realmente no salen de esa habitación. No van a otro sitio, no se desplazan, siguen cautivos en ese espacio interior del que quieren fugarse, aunque cabe preguntarse qué harían si dispusieran de cuantioso dinero. Los desplazamientos parecen más bien, como se expresaba en el cine de Wenders, falsos movimientos, callejones sin salida, o desvíos hacia otras direcciones que tampoco llevaran a ninguna parte. El tiempo se estira como un desierto. Los dilatados planos fijos, a veces con leves reencuadres, son la manifestación de su cautiverio. Alrededor, espacios que parecen abandonados, tétricos (como el establecimiento de comida rápida en el que trabaja Eva). Parece que la vida se hubiera disuelto en las calles y carreteras. A Eva le gusta la canción I put a spell on you, que canta Screaming Jay Hawkins, y que disgusta a Willie. Pareciera que estuvieran todos bajo un hechizo que les hubiera convertido en figuras inmóviles que cuando intentan desplazarse acaban lejos de donde pretendían ir aunque realmente no supieran con claridad a dónde se dirigían. Irónicamente, la narración concluye con un avión que despega, aunque no se corresponda con la intención del pasajero accidental que viaja en su interior.